Lo insólito no es que el senador Manuel José Ossandón se haya asegurado la presidencia de la Cámara Alta en una negociación personal con el oficialismo, dañando la unidad de su propia coalición. Lo insólito es que su partido -RN- no tuviera la menor intención de sancionarlo, ni siquiera con un reproche ético. Como una confirmación pedagógica de que el deterioro de la política no tiene un único domicilio, y que esta lógica de negociar sin Dios ni ley, sólo en función de los intereses personales, es también parte de una cierta normalidad transversal.
En rigor, que la jugada de Ossandón terminara por validarse, que se le bajara el perfil con el objeto de no hacer un “drama” mayor, vuelve a ilustrar a cabalidad los síntomas de esa enfermedad mental que hoy sacude a importantes sectores de la derecha: una total pérdida de sentido y de responsabilidad con el país, fundada en la extraña creencia de que su privilegio es hacer de la política un negocio privado, donde el desinterés en gobernar es presentado casi como una virtud. Por eso es que la verdadera competencia es siempre un asunto de familia, entre los propios, testimonio de que su razón de ser es una supuesta pureza amenazada, convicciones intransables, que terminan defendiéndose con mentalidad religiosa. Por eso, también, es que no puede haber entre ellos ningún tipo de acuerdo, ni mínimos comunes ni compromisos de gobernabilidad. En su patológica devoción por sí misma, dicha mentalidad sectaria simplemente no lo tolera.
De nuevo: lo insólito entonces no es que los candidatos de la oposición sumen casi un 60%, en momentos en que el país se encuentra en un trance crítico. Lo insólito es que sectores de esa oposición estén dispuestos a arriesgar la victoria, con tal de no mostrar apertura para construir una base de convergencia con aquellos a los que no consideran dignos de su compañía. Así, no pocos prefieren que la izquierda siga gobernando, si la única opción para impedirlo es hacer alianzas inconcebibles. Mejor seguir fortaleciendo el perfil propio, privilegiar los intereses del partido, negociar como lo hizo Ossandón, antes de entregarse a una claudicación donde los intereses colectivos puedan desdibujar la sacrosanta identidad.
En esta lógica, el problema ya no es sólo el riesgo de perder una elección que, con un mínimo de generosidad y sentido común, estaría ganada. El problema mayor es que, aunque se ganara, la actual oposición no tiene hoy capacidad de ofrecer un mínimo de gobernabilidad y, todavía menos, un proyecto de país para enmendar el rumbo. Son demasiados los prejuicios, incluso el deseo oculto de verse fracasar mutuamente. No hay programa común ni espacio para hacer concesiones. Lo que hay de sobra es lo que el senador Ossandón exhibió de manera impúdica esta semana: oportunismo puro, ausencia de lealtad, irresponsabilidad con el proyecto colectivo y con el país. Eso que su partido prefirió dejar pasar, alimentando el germen que hoy tiene a la oposición sacándose los ojos. (La Tercera)
Max Colodro