Todos nos sentimos muy tolerantes, quizás tanto como tendemos a calificar de intolerante a cualquiera que profese ideas distintas a las nuestras y que las exponga con convicción. Críticos de los demás y escasamente autocríticos, la tolerancia es una de las virtudes en que esa verdad se muestra con el porte de una catedral: presentamos como virtuosa la firmeza y hasta la vehemencia que mostramos en los planteamientos propios, mientras que las que exhiben nuestros detractores nos parecen productos de su desvarío, torpeza o intolerancia.
A veces creemos que para tener la virtud de la tolerancia basta con declararse liberal o partidario de la democracia, como si estas dos adscripciones, por sí solas, bastaran para participar de todas las virtudes que ellas suponen. Por señalar otro ejemplo, profesar la religión cristiana tampoco resulta suficiente para declararse ipso facto caritativo o poseedor de cualquiera de las otras virtudes que promueve ese credo. Nos pasa en esto lo mismo que con los valores: creemos que basta con declararlos para ser sujetos moralmente irreprochables, en circunstancias de que el carácter moral de las personas depende no de los valores que declaran, sino de las virtudes que practican. Si el temperamento moral dependiera de los valores que reconocemos antes que de las virtudes que practicamos, llegar a ser sujetos moralmente impecables dependería de algo tan simple como presentarse en una notaría y hacer una declaración jurada de nuestros valores.
La virtud de la tolerancia, que como toda virtud se adquiere solo por repetición constante de actos de tolerancia, tiene una versión pasiva. Me refiero a la tolerancia de la resignación, a la que practicamos cuando aceptamos convivir en paz, aunque poniendo distancia, con otros que tienen creencias o modos de vida que no son los nuestros y que reprobamos fuertemente, desistiendo de imponerles las nuestras y renunciando a usar el poder del Estado con ese mismo fin. Parece poca cosa esta versión de la tolerancia, pero no lo es, puesto que garantiza la coexistencia pacífica de distintas visiones del mundo, del hombre, de la sociedad, de la filosofía, de la religión, del arte, de la política, de la economía y de lo que usted quiera añadir, aunque se trata de una tolerancia que no llega al respeto y que, por el contrario, nos encierra en las convicciones propias y nos sitúa lejos y sin relación con quienes las tengan distintas. “No me gusta lo que piensas ni la manera en que vives —dice el tolerante pasivo—, de manera que, si bien no emplearé la fuerza en tu contra, mantente lejos de mí”.
La tolerancia activa es más exigente y consiste en la disposición permanente a acercarse a quienes piensan o viven de maneras que no son las nuestras, a entrar en diálogo con ellos, a darles razones en favor de nuestras posiciones y a escuchar las que puedan darnos a su vez, y —lo más difícil— a mostrarnos dispuestos a corregir los puntos de vista propios como resultado de ese encuentro y diálogo. El tolerante activo, a diferencia del pasivo, es alguien que se sabe falible, alguien que no cree estar equivocado pero que admite al menos la posibilidad de estarlo, y que, por tanto, busca el encuentro y la conversación con quienes piensan o viven de manera diferente a la suya.
Mucho más fácil ser tolerante pasivo que activo, y es quizás por eso que todos nos consideramos muy tolerantes, aunque nuestra tolerancia, meramente pasiva, desecha de plano la activa como si esta fuera un signo de debilidad. Nos quedamos cada cual en la tribu propia y, sabiendo que existen otras, las queremos lo más lejos posible, ojalá al otro lado del río, no vaya a ser que nos contaminen con ideas y costumbres distintas a las nuestras, y es de esa manera que continuamos atentos solo a quienes día tras día nos confirman en estas últimas. Al leer, al sintonizar un espacio de radio o televisión, al elegir con quienes juntarnos, no buscamos que nos informen, sino que nos confirmen.
La tolerancia activa debería ser un objetivo tanto personal como social, ¿pero cuán dispuestos estamos a practicarla? (El Mercurio)
Agustín Squella