Hasta el más porfiado oficialista admitirá que Chile está en una etapa de declive. O, al menos, estacionado en la mediocridad.
Nos alejamos de la posición de liderazgo en América Latina, caímos varios escalones en el camino que emprendimos hace décadas hacia el desarrollo. Y hemos perdido la admiración del mundo (¡Cómo duele!).
Podemos seguir durante años analizando quién dio el primer paso hacia ese declive; y cuáles fueron las malas decisiones cuyos resultados estamos experimentando hoy.
Tampoco se necesita demasiada reflexión para identificar esas decisiones; y admitir que, cuando un sector político considera al capitalismo, el orden institucional y la fuerza legítima del Estado como fuentes de desigualdad y opresión, y gana la suficiente popularidad electoral y social, las cosas se tuercen.
Para recuperar el tiempo Chile necesitará varios mandatos presidenciales. También restablecer algunos consensos, sobre reglas invariables e infalibles. Incluso la centro izquierda, que estuvo dispuesta a romper con ellos, empieza a dar señales, muy tímidamente todavía, de cierta voluntad para retomarlos.
En primerísimo lugar: restitución del Estado de derecho. La victimización de quienes han cometido actos de terrorismo; la manga ancha para las tomas de propiedad privada; la tolerancia al maltrato y la persecución política a Carabineros; la condescendencia con los corruptos. La lista es larga y lesiva para Chile.
Puede gustar o no, pero mientras una ley está vigente, se cumple. La responsabilidad recae en los tres poderes del Estado. Ningún chileno debería votar por quienes han amparado a delincuentes, migrantes ilegales, mafias de comercio ambulante, corrupción; o por quienes rechazan persistentemente leyes más duras para perseguir a quienes quebrantan la ley.
En segundo lugar, respeto irrestricto a la Constitución. Normalizamos, por ejemplo, que en el Congreso se tramiten proyectos inconstitucionales, varios con firmas transversales.
Nadie está por encima de la Constitución. Ni siquiera las descendientes del expresidente Salvador Allende, por más emblemática que sea su biografía para la izquierda, se alegue trayectoria impoluta o la inexistencia del ánimo de saltarse prohibiciones constitucionales expresas.
Un tercer “básico”: crecimiento económico. El Presidente Boric se ofendió cuando Frei recordó esta semana que en su gobierno Chile crecía hasta el 7% y “nos sobraba la plata”. En honor a la verdad: el país creció a tasas importantes hasta el final del primer gobierno del Presidente Piñera y, en efecto, la recaudación permitió ahorro fiscal y mejoras sustantivas en la vida de millones de chilenos, sin endeudarse ni subir impuestos.
¿Qué se hace para crecer? Partamos por exigir que se rechacen todas las iniciativas que entorpecen el crecimiento (hay decenas en el Congreso); y se impulsen condiciones para salir del pantano económico (escasas esperanzas hasta marzo del 2026). El más emblemático es “Dominga”, pero hay muchos otros proyectos de inversión que el gobierno tiene paralizados. Deberíamos agregar, ilegalmente paralizados.
Cuarto: tolerancia cero a la violencia y política de hierro contra la delincuencia. Pasó el tiempo de excusarse en la desigualdad para la condescendencia con el robo, los homicidios, el tráfico de droga, el vandalismo. Hoy todas esas actividades están bajo el dominio del crimen organizado, que probó la institucionalidad de Chile y la tolerancia política a la violencia en el estallido… y aquí está, instalado.
Cuatro consensos, al menos, que alguna vez reinaron en Chile, cuyos buenos resultados conocimos y perdimos. No es necesario inventar la rueda. (El Mercurio)
Isabel Plá