Los últimos tres gobiernos terminaron por consagrar una práctica que ha afectado el normal y buen funcionamiento del Congreso: designar a parlamentarios en ejercicio en cargos de ministro, instalando una expectativa que vino a debilitar la necesaria independencia que deben tener los legisladores a la hora de evaluar las iniciativas del Ejecutivo, y que altera además una decisión soberana ejercida en las urnas.
Ahora la Presidenta Bachelet fue aún más lejos: designó en un alto cargo de gobierno -directora nacional del Sename- a una ex fiscal que tuvo en sus manos la investigación del caso 27-F, es decir, la causa en que se debían establecer las responsabilidades civiles y penales por la fallida alerta de tsunami ocurrida en 2010; un juicio en que ‘casualmente’ estuvo involucrada la anterior administración de Michelle Bachelet.
En dicho proceso, la ex fiscal Solange Huerta decidió interrogar a la Mandataria en calidad de testigo y no como imputada, resolviendo al final que los responsables últimos de un ‘error’ que costó numerosas vidas humanas, fueron el ex subsecretario Patricio Rosende y la ex directora nacional de Onemi Carmen Fernández. La Presidenta Bachelet fue en rigor exculpada de toda responsabilidad en los hechos, una decisión que a la luz del cargo que desde ahora ejerce la ex fiscal, no puede sino generar un lamentable manto de dudas.
Pero el asunto es más de fondo: como ya ocurre con los parlamentarios,desde hoy los fiscales tendrán también la expectativa de pasar a ocupar cargos en un actual o futuro gobierno, afectando inevitablemente las resoluciones procesales que decidan tomar, más aún cuando ellas puedan comprometer a autoridades en ejercicio. Así, la Presidenta Bachelet instaló otro precedente nocivo, que debilitará la autonomía de juicio del órgano persecutor y cuyas implicaciones a futuro son sin duda impredecibles.
Resulta delicado que un gobierno opte por no cuidar las instituciones, precisamente en un contexto donde la desconfianza y el desprestigio de las mismas se expanden como una densa mancha de aceite. Poco o nada puede decir entonces la autoridad cuando la Cámara de Diputados aprueba una moción sobre financiamiento de la educación pública sabiendo que es abiertamente inconstitucional; o cuando se decide intervenir en un proceso judicial en curso, citando a la sede parlamentaria a un imputado con arresto domiciliario por el brutal crimen del matrimonio Luchsinger-Mackay, contraviniendo el principio constitucional de que -salvo fiscales y jueces- ningún otro poder público puede ‘abocarse al conocimiento de causas pendientes’. Entre otras cosas, porque los diputados tienen la facultad de solicitar la remoción de los jueces de los tribunales superiores, de los fiscales regionales y del fiscal nacional.
Chile vive hoy una espiral de deterioro institucional donde las actuales autoridades, más que parte de la solución, están siendo parte del problema. Durante este gobierno, la seriedad y el rigor técnico de las políticas públicas se han venido deteriorando. A lo que se agrega ahora una falta de cuidado con las instituciones que no es seguro que sea completamente involuntaria. En rigor, no puede descartarse que la intencionalidad detrás de muchas de estas decisiones tomadas por el Ejecutivo y por parlamentarios oficialistas tenga de base un deseo consciente de debilitar el orden institucional, un modo de hacer viable lo que algunos todavía consideran un imprescindible ‘cambio de modelo’.
La Tercera/La Tercera