Que vivimos en tiempos confusos es algo que se viene diciendo desde hace ya algún tiempo. Atrás quedaron los tiempos de la Guerra Fría, podría decir algún nostálgico, cuando el eje político era, dentro de todo, claro: por una parte estaba Occidente y por otra la URSS, encarnando las alternativas del capitalismo y el comunismo, respectivamente.
Hoy esa claridad se ha disipado. La breve hegemonía del liberalismo parece estarse eclipsando. La “guerra contra el terror” y la xenofobia suscitada por las oleadas migratorias han hecho temblar la fe en las bondades del cosmopolitismo liberal. Una cosa es que los mercados sean abiertos y que las finanzas circulen libremente, y otra que lo hagan las personas. Muchos de quienes celebran lo primero, mantienen reservas acerca de lo segundo; sobre todo desde el momento en que, por la razón que sea, la inmigración no resulta como imaginaban. Entonces se escucha a un liberal de “tomo y lomo”, descendiente de europeo, expresar su preocupación por la cantidad de haitianos que de pronto llegan a Chile “sin ningún control”. Otro, muy connotado, le secunda y desliza una explicación conspirativa: el (pérfido) gobierno se trae algo entre manos al permitir (¡o tal vez alentar, incluso!) esta migración indiscriminada.
Uno esperaría que los pretendidos herederos intelectuales de emigrantes como Karl Popper, Ludwig von Mises y Friedrich von Hayek fueran más receptivos a la inmigración. Después de todo, uno no quiere creer que para los discípulos de distinguidos pensadores perseguidos por el racismo nazi, el verdadero problema sea que los inmigrantes actuales no tengan el fenotipo de los hijos del capitán von Trapp.
Como fuere, resulta imposible no preguntarse si acaso estos paladines del libre mercado no se dieron cuenta antes de que esto iba a pasar. ¿En realidad no lo anticiparon? ¿Esperaban ellos, tal vez, que una economía dinámica y en expansión (al menos hasta 2014) no atrajera inmigrantes en un vecindario más o menos alicaído? Es curioso que no celebren la previsible llegada de inmigrantes a un país próspero. Es curioso también que no apliquen a este asunto particular el tan socorrido razonamiento económico: el día en que Chile deje de ser un país próspero, cesará inmediatamente la afluencia de inmigrantes. Con todo, si ahora esa les parece una consecuencia colateral indeseada del modelo económico que defienden, podrían votar en las próximas elecciones presidenciales por el candidato que lleve el chavismo. Su victoria al menos les daría la garantía de que, en poco tiempo, pasaríamos de ser un país receptor de inmigrantes a una gran fuente de emigración.
En cualquier caso, las aprensiones de los “liberales” criollos —que deberían celebrar las oportunidades que la inmigración supone, tanto para nuestro país como para quienes vienen a vivir en él– revelan, en buena medida, la escasa comprensión del ideario al que supuestamente adhieren, así como las consecuencias que del mismo se siguen.
Otro ejemplo lo ofrece la verdadera cruzada que algunos libertarios y anarcocapitalistas “Alt-right” —la extrema derecha surgida en USA y que por desgracia ha comenzado a llegar a Chile— han levantado contra el feminismo “radical” (o sea, el feminismo indistintamente) y los movimientos en favor de la diversidad sexual. Al parecer creían que la defensa de una sociedad libre de coacción, en que cada uno es dueño de sí mismo (y por consiguiente, dueño de elegir sus parejas sexuales y de expresar libremente su identidad sexual), no repercutiría ni haría mella ostensiblemente en el status quo (o no más de lo que para ellos era razonable o conveniente): el paradigma binario de la sexualidad permanecería en lo esencial inalterado, con la pequeña gran diferencia de que existiría la cómoda alternativa de recurrir al divorcio cuando fuera necesario (y a los anticonceptivos y, eventualmente, al aborto). Sin embargo, ese modelo no se puede llevar a cabo y esperar que todo siga igual o experimente sólo esos cambios “menores”. La misma libertad y la misma tolerancia que pedían (o pidieron en su momento) para una vida heterosexual no restringida a la moral sexual tradicional (i.e., matrimonio indisoluble y rechazo social de las relaciones prematrimoniales) la piden ahora los grupos que también celebran la autonomía en materia sexual. Por emplear una imagen que les resultaría no sólo familiar, sino además grata a los libertarios y anarcocapitalistas, ¿creían ellos que de levantarse las restricciones a la competencia y las prácticas monopólicas, la oferta y la demanda seguirían siendo las mismas en materia sexual?
La libertad introduce heterogeneidad, y los grupos LGTBI demandan ahora lo mismo que ahora disfrutan los heterosexuales en sus relaciones mutuas fuera del paradigma tradicional binario y procreacionista: libertad, cese del hostigamiento y la discriminación, “normalización”, etc. No es casualidad que los movimientos feministas y de liberación sexual hayan surgido y prosperado en el occidente capitalista y liberal. Como afirma Schumpeter, el feminismo es un fenómeno “típicamente capitalista”. McCloskey, que suele recordar que el movimiento del orgullo gay surgió en un bar de Nueva York (y no de, por ejemplo, Berlín Oriental), estaría de acuerdo con él.
La miopía de estos “liberales” y anarcocapitalistas Alt-right es en un punto cómica, pues no parecen darse cuenta de que el capitalismo que defienden mina las bases del universo “moral” que ellos por otra parte quieren preservar. Si no tuvieran tantos prejuicios, podrían darse cuenta de que la izquierda viene advirtiendo de estas y otras consecuencias del capitalismo al menos desde los tiempos de Fourier. Como advirtiera Marx (en virtud de la acción del capitalismo), “todo lo sólido se desvanece en el aire”.
Sin embargo, en otro punto esa miopía termina siendo trágica. Como adhieren a posturas en sí mismas extremas (toda regulación económica es tiránica, ninguna necesidad autoriza ninguna redistribución, todo se soluciona con privatizaciones, etc.), son muy susceptibles a los fanatismos de otros grupos. De ahí que se trencen en encarnizadas discusiones (imaginarias normalmente) con grupos feministas o LGBTI tan intransigentes y radicales como ellos, o que se obsesionen con denuncias o casos extravagantes que protagonizan sus enemigos ideológicos y que circulan por internet (como por ejemplo, el de un hombre mayor que quiere ser reconocido y tratado como niña). Supongo que esos casos les ofrecen la secreta satisfacción de permitirles corroborar sus diagnósticos, victimizarse y confirmar la necesidad de su propio extremismo.
Como fuere, cuando necesitan argumentos, no tienen más remedio que buscar argumentos en autores que son verdaderos analfabetos filosóficos, como Murray Rothbard y Hans Herman Hoppe. Este último ha tenido el dudoso mérito de haber elaborado una teoría de la propiedad tan descabellada que le ha llevado al supremacismo blanco. En virtud de ella se declara contrario a la igualdad ante la ley, partidario de la aristocracia, del etnocentrismo, de un derecho a excluir a los inmigrantes y del nacionalismo. Como si fuera poco, ha sabido sazonar por aquí y por allá su teoría con fuertes dosis de antifeminismo y homofobia. Dicho de otro modo, lo único que lo salva de ser fascista es su anarquismo. Es, digamos, un fascista cultural.
Es cierto que no siempre es fácil advertir todo lo que se sigue de los principios que se profesan. En otros casos, la diferencia salta a la vista. Aunque hay ciegos que no quieren ver, el liberalismo es un proyecto político cosmopolita, tolerante y comprometido con los derechos individuales. Los liberales libertarios que coquetean con el fascismo cultural de Hoppe y compañía harían bien en reconocer su verdadera filiación política. O como dirían ellos, “en ser bien hombrecitos” y salir del clóset. (El Líbero)
Felipe Schwember, doctor en Filosofía, académico de la Universidad Adolfo Ibáñez