Cuando una empresa necesita contratar a alguien muy capacitado para desempeñarse en un cargo importante de su estructura corporativa, generalmente lo hace abriendo un concurso de antecedentes que administra directamente o a través de firmas especializadas que usualmente se denominan “head hunters”. Ese procedimiento usualmente da buenos resultados cuando lo protagonizan expertos en recursos humanos y psicólogos laborales.
De ese proceso la empresa parece obtener solo un listado de postulaciones y una o dos recomendaciones sobre los candidatos más idóneos. Pero, en realidad, obtiene también una valorización objetiva de sí misma, la que puede diferir grandemente de la que se autoadjudica. En efecto, si la lista de candidatos que se presentaron es exigua y su nivel de calidad no cumple las expectativas que tenía, quiere decir que no es vista como un buen lugar de trabajo y/o su administración o su giro no son apreciados como prometedores. Si, por el contrario, el listado es generoso y el nivel de los candidatos es tan bueno como esperaba, querrá decir que es bien vista como compañía y como vehículo para una exitosa carrera profesional.
Ahora bien, solemnidades aparte, los estados siguen un procedimiento enteramente similar al descrito antes cuando se trata de “reclutar” a alguien calificado para asumir una magistratura importante, como es, especialmente, la de Presidente de la República en una democracia como la nuestra. La diferencia está en que los antecedentes y ofertas de desempeño de los postulantes son públicos y el que hace las veces de “head hunter” es la ciudadanía y su recomendación es simplemente un mandato.
Sin embargo, en este caso, lo que dice el proceso es casi más importante que el resultado mismo. Y ello, porque es un reflejo fiel del estado de la institucionalidad y de la valorización que se le otorga a su principal magistrado. Si la lista de candidatos es de alto nivel y su oferta al país es sensata y entusiasmante, querrá decir que la república rebosa de salud y su cúspide está rodeada del respeto y la majestad que se supone reflejan los de la nación toda. Pero, cuando la lista de candidatos está constituida por currículos insignificantes y hasta grotescos, quiere decir que el cargo ha perdido gran parte del respeto que es imprescindible para su buen ejercicio. Más aún, la elección final refleja el estado de madurez y de calidad educacional del propio pueblo elector.
Son estas realidades las que invitan a meditar respecto a la lista de postulantes entre los que nuestra ciudadanía tendrá que elegir, dentro de apenas algunos meses, a quien ocupará en los próximos años el sillón que antaño ocuparon figuras como los Montt, los Alessandri, los Frei, los Aylwin y los Lagos. Y eso nos hace añorar los tiempos en que alegremente corríamos a elegir al mejor cuando ahora nos veremos obligados a arrastrar los pies para ir a distinguir al menos malo.
¿Qué es lo que induce a un jovenzuelo de pulmones rigurosamente vírgenes o a una ama de casa que solo sobresale por la altura de sus tacos para creerse preparados para legislar o para gobernar? ¿Es, acaso solo la hipertrofia del ego? ¿Es el aplauso de un público que hace un ruido similar al que produce cuando Arlequín o Colombina asoman en el tablado? ¿Es el recuerdo de un precoz liderazgo de barriada? Probablemente es una mezcla de todo eso, pero lo que de seguro no falta es el profundo menosprecio de la función que cumple el cargo a que se aspira porque, para aspirar a ocuparlo, es imprescindible verlo a la altura de sus menguados antecedentes. Y esa consideración nos obliga a meditar sobre el deterioro de la vida política del país y, especialmente, del prestigio y majestad que no pueden dejar de existir en torno a quien ocupa la primera magistratura de la nación. ¿Qué ha pasado en Chile para que la consideración del cargo más importante haya llegado a ser tan baja? Lo que ha pasado es el caso Caval y, sobre todo, el paupérrimo desempeño de Don Sebastián Piñera.
Porque, en noviembre próximo, los chilenos nos veremos obligados a optar entre algunos egos hipertrofiados o entre esos candidatos profesionales que solo aspiran a un porcentaje de sufragios que les permitan una pingue negociación de sus apoyos en segunda vuelta. ¿Nos merecemos eso? Nuestro orgullo nos dice que no, pero nuestro actual nivel cultural nos dice que sí.
Como he vivido bastante, añoro los tiempos en que hubo que elegir entre individuos de la talla de Gabriel González Videla, Arturo Matte Larraín o Eduardo Cruz Coke, o entre Jorge Alessandri, Salvador Allende o Radomiro Tomic. Recuerdo la primera vez que un postulante a la altura de los actuales se atrevió a presentarse como candidato presidencial. Se llamaba el Cura de Catapilco y su aparición provocó risa en algunos y enojo en muchos más, porque entendían que la presidencia de la república no debía prestarse a chistes malos. Hoy día esos chistes parecen buenos y eso basta para producir congoja.
Sin embargo, si levantamos la vista desde Chile al resto de nuestro continente o a todo el ámbito de nuestra civilización occidental, nuestro ánimo no mejora sino que se ensombrece. Y ello porque apreciamos la distancia que hay desde un Roosevelt o un Kennedy a un Donald Trump, o la que hay entre Rafael Caldera y Nicolás Maduro, o la que hay entre Bartolomé Mitre y Alberto Fernández, o, si a eso vamos, desde Juan XXIII o Juan Pablo II hasta Francisco I. ¿Es que el vigoroso árbol de nuestra civilización tuvo en la Angela Merkel su último retoño poderoso y ya no se producirá más los gobernantes sobresalientes de antaño? Debo reconocer que hasta la duda es angustiante.
Pero, regresando al panorama chileno, las angustias de noviembre palidecen ante la de un poco más allá. ¿Qué ha pasado en Chile para que hayamos transitado desde las victorias de Chorrillos y Yungay a las derrotas de Tirúa y Plaza Italia? ¿Qué ha sido del Chile que Bolívar estimó como el único país de Sudamérica que podría sustentar una verdadera democracia? Son interrogantes que ciertamente tenemos que resolver si queremos tener un futuro. Ojalá las respuestas nos permitan dar con el camino para aspirar a una patria mejor y no simplemente a una menos mala. (El Líbero)
Orlando Sáenz