En una reciente columna de opinión publicada en este medio, Eduardo Santos fundamenta su argumentación en una serie de premisas acerca de la Defensa Nacional que resultan, al menos, altamente discutibles y muy posiblemente carentes de efectivo anclaje, por lo que resulta necesario ponderarlas cuidadosamente.
Las premisas esgrimidas por Santos son tres: la pretendida falta de cuestionamiento a los planteamientos que sobre las Fuerzas Armadas contenía la propuesta constitucional rechazada en el plebiscito del 4 de septiembre pasado, permitiría inferir que “cuentan con una amplia aprobación de los chilenos”, lo que habilitaría pasar de ahí a estadios superiores del debate respectivo; en segundo término, argumenta el autor en torno a la existencia de una zona de paz en la región sudamericana y, asociado a esto, una pretendida inmunidad local frente a los riesgos y tendencias de los esquemas globales de seguridad; y, en tercer lugar, plantea la existencia un inaceptable nivel de autonomía militar –que la propuesta constitucional se encargaba de superar– y, por lógica inversa, una incapacidad jurídica de las autoridades políticas de conducir la Defensa y a las Fuerzas Armadas.
Ponderando cada una, se advierte cuán discutibles resultan. Desde luego, y más allá de lo inoficioso que resulta intentar dilucidar cuáles aspectos de la fallida propuesta constitucional pudieron haber contado con aprobación ciudadana pese al rechazo del conjunto, y anclar esta argumentación en una pretendida falta de cuestionamiento público, es un hecho que sí hubo instancias de análisis y debate acerca de lo que el proyecto constituyente planteó sobre la Defensa y las Fuerzas Armadas, solo que no fueron masivas ni de gran connotación mediática. Por el contrario, fueron reflexiones de alto nivel académico y político, pero desarrolladas en escenarios más especializados.
Por lo demás, algo similar ocurrió con los planteamientos constituyentes relacionados con la Política Exterior y la diplomacia. Esto, en el fondo, obedeció a que tanto la Política de Defensa como la Política Exterior constituyen lo que Edmonds califica como high politics, es decir, políticas públicas de alto contenido técnico, que deben ser definidas por burocracias expertas y no son susceptibles de decisiones corporativas. Por otra parte, cuestiones como la plurinacionalidad tenían efectos significativos sobre la Función de Defensa, la estrategia nacional y la seguridad nacional y estos sí fueron objeto de debates y cuestionamientos intensos durante todo el proceso.
En consecuencia, en modo alguno puede argumentase que la falta de debates masivos y mediáticos específicos impliquen una aceptación, por parte de la ciudadanía, de los planteamientos sobre Fuerzas Armadas y la Función de Defensa contenidos en el proyecto constitucional.
Tampoco el tema de la zona de paz presenta mucha solidez, como no sea meramente retórica. En el campo de los estudios estratégicos, la aproximación al concepto de zona de paz es difusa. No existe una descripción ampliamente aceptada del mismo y más bien tiende a identificárselas en torno a iniciativas regionales específicas. Una cuestión central en esto es su institucionalidad.
Una zona de paz requiere de una arquitectura política y diplomática en la cual sustentarse. A falta de esta, se mantendrá solo en el discurso. De ahí que puedan ser asociadas a las Comunidades de Seguridad, concepto acuñado originalmente por Karl Deutsch y luego reformulado y ampliado por Adler y Barnett. En esta lógica, una zona de paz sería la resultante natural de la existencia de una comunidad de seguridad.
Considerando los diversos elementos y perspectivas sobre el concepto, es posible describir a las comunidades de seguridad como estructuras interestatales en las cuales sus integrantes han asumido en forma permanente el diálogo y la negociación como forma de dirimir sus diferencias y, al mismo tiempo –y esto es de la esencia del concepto–, han descartado el uso de la fuerza entre ellos. Las comunidades de seguridad descansan, más allá de los instrumentos jurídicos que las crean y sostienen, en elementos fundamentalmente subjetivos, especialmente la existencia de una identidad común de seguridad –es decir, la adopción de prácticas y doctrinas comunes en la materia– ,visiones estratégicas y políticas de Defensa compartidas y, en sus formas más desarrolladas, una ausencia de agendas de seguridad propias, las que se transfieren a la comunidad. De igual modo, supone que los Estados que las componen hayan descartado real y definitivamente sus hipótesis de conflicto recíprocas y hayan ajustado su planificación militar y desarrollo de fuerzas a esta realidad.
Ahora bien, una mirada somera a las realidades estratégicas regionales evidencia cuán alejadas están del concepto de zona de paz. Faltan los tres elementos básicos: no hay una identidad común de seguridad, la región carece de una institucionalidad de Seguridad y Defensa y, además, subsisten las agendas de seguridad propias de cada país. La cuestión de la zona de paz debe ser ponderada con extremada precisión conceptual y política, y en esto no caben ni los exitismos ni los apresuramientos, todo lo cual se aplica en la especie a la situación de seguridad de Chile.
Finalmente está el tema de la presunta autonomía militar. También en esto la evidencia muestra un cuadro distinto. Desde luego, a lo largo de la historia republicana del país, el estamento político ha conducido eficazmente la Función de Defensa y a las Fuerzas Armadas. La mayoría de los 56 ministros de Defensa nombrados entre 1932 y 2022 –excluyendo el régimen militar– han sido civiles (75%). Esto consolidó una tendencia que se acuñó ya en la segunda mitad del siglo XIX, cuando la generalidad de los ministros de Guerra y Marina fueron civiles, incluyendo, desde luego, los ministros en campaña durante la Guerra del Pacífico. Podría argumentarse y no sin razón, que hasta la promulgación de la Ley Nº 20.424, en 2010, la conducción de la Defensa que podía efectuar el ministerio era más bien nominal.
Sin embargo, los 9 ministros que han ejercido el cargo desde entonces –tres en la primera administración Piñera, dos en la segunda administración Bachelet, tres en la segunda administración Piñera y una en la administración actual– y los 5 subsecretarios de Defensa y 6 subsecretarios para las Fuerzas Armadas que han conducido la Defensa en sede política, han tenido y tienen a su disposición las amplias facultades jurídicas y capacidades materiales que la citada ley franqueó al Ministerio de Defensa y han hecho uso pleno de las mismas. La aprobación de la Ley Nº 21.174, que reemplazó al Sistema de la Ley del Cobre, el Libro de la Defensa 2017 y la Política de Defensa Nacional 2020, de reciente publicación –que, dicho sea de paso, no tiene nada de “fracasada” como argumenta Eduardo Santos–, dan buena cuenta de esto.
De ello se sigue que, al dotar la Ley Nº 20.424 al Ministerio de Defensa de todas las potestades normativas y materiales para conducir la Defensa en sede política y estratégica, ha puesto la responsabilidad firmemente en el campo de los civiles que han de ocupar los cargos correspondientes, los que, en general, han servido con prudencia, sapiencia y discreción. Por lo mismo, no cabe hablar de una presunta –o quizás mítica– autonomía militar.
En síntesis, los futuros debates sobre la Defensa, las Fuerzas Armadas, una estrategia nacional de Seguridad y Defensa –aún pendiente– y la institucionalidad superior de la seguridad nacional, deben necesariamente partir de planteamientos realistas y objetivos, carentes de voluntarismos y exitismos, especialmente considerando el deterioro de los esquemas de seguridad internacional, el debilitamiento del multilateralismo y el cuestionamiento a la institucionalidad internacional de seguridad, fenómenos, todos, a los que ni la región ni Chile están ajenos o resultan inmunes a ellos. (El Mostrador)
Miguel Navarro Meza