La decencia política permite que la democracia funcione correctamente, pues esta no depende solo de instituciones sólidas, sino también de las reglas morales que deben inspirar a sus principales agentes. Hoy es el momento de hacer un llamado a la restauración de la decencia en la política y a restablecer estándares éticos y comportamientos que respeten la honestidad intelectual, la buena fe y un sentido cívico en los discursos políticos. Y también, ¿por qué no decirlo?, un mínimo de pudor o recato cuando se infringen las reglas de una convivencia civilizada.
Lo que hemos presenciado en los últimos días es un intento vergonzoso por parte de parlamentarios oficialistas por cambiar mañosamente las reglas electorales, a pocas semanas de una elección importante, desvirtuar la normas de la Constitución y transformar el concepto del voto como una obligación cívica irrenunciable en un voto voluntario de facto, por medio del expediente de eliminar las sanciones para quienes no cumplieran con dicho deber ciudadano y estableciendo diferencias arbitrarias entre estos. ¿No es esto reminiscente de las prácticas bolivarianas, donde las constituciones se cambian con el único propósito de mantener a los incumbentes en el poder? ¿Alguien duda de que el único propósito del oficialismo en este intento fue obtener beneficios en los próximos comicios? El Gobierno, por su parte, demostró una actitud cambiante y vacilante, buscando limitar a última hora las sanciones por no sufragar a los chilenos y excluyendo a los extranjeros, contraviniendo expresamente las normas de la Constitución e introduciendo una discriminación inaceptable ante la ley para la población inmigrante legalmente establecida en Chile. Luego, presentó un veto que a las pocas horas retiró, en que, ahora incluyendo a los extranjeros en la multa, eliminaba la obligatoriedad del voto de los adultos mayores y de las mujeres embarazadas, llamadas “personas gestantes”. Finalmente debió echar pie atrás reduciendo las excepciones, pero manteniendo una multa muy baja, la cual, como ha señalado un distinguido columnista, equivale a aquella que se impone “por no llevar botiquín o extintor en el auto”. Así, de facto y sin reconocerlo, no respeta el espíritu de la disposición constitucional que estableció el voto obligatorio. Todo lo que el oficialismo ha hecho estos días es tratar de lograr que la menor cantidad posible de personas acudan a votar y para ello ha contado con la complicidad, o al menos vacilación, del Gobierno.
La misma sensación de desazón (porque responde al mismo fenómeno) se experimenta cuando la persona encargada de la vocería del Gobierno intenta convencernos, en una obvia manipulación de la opinión pública, que fue el gobierno anterior el culpable del reciente aumento del crimen organizado. Ello, pues proviene de un sector, del cual la vocera ha sido protagonista principal, que en ese tiempo votó mayoritariamente contra todas las iniciativas propuestas por el Gobierno para enfrentar el crimen: contra el robo de madera, de la Ley Naín, de la renuncia expresa a la violencia de los partidos políticos, de la ley antiportonazos, de la protección de la infraestructura crítica e incluso de la ley para limitar los fuegos artificiales; y se abstuvo en la persecución contra el narcotráfico y de la sanción de la delincuencia organizada. Si no hubiera primado el deseo de desestabilizar el sistema democrático, no cabe duda que la situación del crimen organizado hoy estaría mejor.
El problema surge cuando la búsqueda del poder es a cualquier costo, porque con ello inevitablemente se sacrifica la integridad por conveniencias de corto plazo. El consuelo es que los electores son más perspicaces que sus representantes y cabe esperar que no se dejarán engañar y que en octubre acudan por millones a votar. (El Mercurio)
Lucía Santa Cruz