La Fiscalía de Antofagasta habría iniciado una investigación por el probable delito de aborto en contra de la diputada Catalina Pérez. Al investigar el caso Convenios, el fiscal accedió al celular de la parlamentaria y allí habría encontrado indicios de que se habría practicado un aborto.
¿Es razonable que a propósito de lo que una persona dijo en sus mails (revisados a propósito de un delito) se hurgue en su ficha médica y ginecológica, para averiguar si cometió otro distinto del originalmente investigado?
Todo esto parece más bien propio de una cultura inquisitiva que fruto de un principio adversarial y es alarmante que en vez de escandalizarse, se asista a él como si fuera un acto de justicia. El fiscal aparece en el caso como el viejo inquisidor que, husmeando en las comunicaciones y en la vida ajena, tropieza de pronto con el indicio de un delito y se apresura entonces a investigarlo y, ojalá, probarlo, para así castigar a la involucrada. No es difícil imaginar al fiscal como un inquisidor que se alegrara en secreto por ese hallazgo que lo sacará del gris anonimato y le permitirá castigar eso que investiga y que ojalá, debe pensar, refocilándose con la sola posibilidad, equivalga a un genuino crimen.
Es cierto, como enseñaba Freud, que en la elección de la profesión siempre laten impulsos inconscientes. Es famoso el ejemplo del cirujano, según él ejemplifica, que suele esconder algo de sadismo y que gracias a la profesión médica se vuelve benéfico. De ser cierta esa hipótesis, no cabe duda de que en los fiscales que se transforman de pronto en fisgones de la privacidad ajena en busca de delitos (no en persecutor de aquellos que se sabe ocurrieron, sino en un perseguidor de los que no se sabe si acaecieron de veras) hay, o debe haber, algo de voyerismo, una secreta vocación de fisgón o de cotilla que no contento con un delito o la apariencia de tal, aprovecha cualquier investigación, para buscar otros, no importando que para buscarlos haya de inmiscuirse en la totalidad de una vida ajena, despojándola de intimidad o de secreto, por el simple motivo de que decidió alguna vez infringir la ley. Pero es evidente que el hecho de infringir la ley no despoja a una persona de intimidad, de esa esfera protegida que transforma a cada uno en un individuo en vez de un pez en una pecera expuesto a que los demás se enteren de todas las vicisitudes, felices o desgraciadas, de la propia vida.
Hay algo de malsano en esta tendencia moralista a indagar en la intimidad ajena en busca de delitos, algo que está ocurriendo cada vez con mayor frecuencia y para lo que se esgrimen los mejores pretextos.
Basta, como al parecer ha ocurrido en este caso, con el indicio en un chat para que entonces el fiscal crea necesario solicitar autorización al juez para ¡incautar las fichas médicas, hurgar en los detalles ginecológicos de la diputada y enterarse de su intimidad sexual! Pero ¿a qué extremos se está llegando con esta nueva forma de moralismo disfrazado de legalidad que lleva casi a tomar por los pies a una persona, ponerla del revés, y sacudirla para ver si cae algún delito porque alguno, se pensará, debe haber cometido?
Una cosa es someter a escrutinio el quehacer profesional o político a propósito de un delito de cuello y corbata —un examen que no cabe objetar, sobra decirlo— y otra cosa revisar la vida personal o sexual de alguien en busca de un delito (no para perseguir un delito, sino para buscar uno) porque entonces se sacrifica y se estropea un valor indispensable de la vida democrática, la individualidad, y se olvida que, si todos sabemos todo de todos o todo de algunos, el individuo desaparecería porque la individualidad es indiscernible de un cierto ámbito de secreto, de esa esfera que escapa a la vista y el conocimiento de los demás.
Se dirá que todo esto es para proteger la vida de quienes están en el vientre e inhibir atentados contra ella; pero si es así, ¿por qué entonces no obligar a las clínicas a hacer públicas las fichas médicas de todas las mujeres, incluidas las de las defensoras de la vida, para de esa forma saber si alguna vez abortaron? ¿Por qué no establecer como regla general que cada vez que una mujer infrinja la ley revisar todas sus comunicaciones y su ficha ginecológica para saber si abortó o no? ¿Y por qué no sería adecuado, al menor tropiezo de este o de aquel, privar de secreto sus cuentas bancarias no porque se sepa que hizo un desfalco, sino para averiguar si lo cometió?
No es aceptable despersonalizar de esa forma a la diputada o a cualquiera y solazarse con los detalles de su vida personal a propósito de un delito contra el fisco. En una sociedad decente —pero, al parecer, estamos dejando de serlo a vista y paciencia de todos— ni siquiera cometer un delito puede justificar que se despoje a una persona de esa esfera de privacidad y secreto que constituye la individualidad y autorizar a los agentes del Estado a convertir su ficha médica en un campo de investigación o pasto de fisgoneo. (El Mercurio)
Carlos Peña