La aparición de varias vacunas Covid-19 es un desarrollo tecnológico impresionante que debería terminar rápidamente con los bloqueos y permitir que se reanude la vida normal. Mientras tanto, los estudios de seroprevalencia realizados en el mundo muestran que esta enfermedad es especialmente mortal para los ancianos y otras personas con comorbilidades crónicas: al menos el 99,95% de las personas menores de 70 años sobreviven a la infección, mientras que esa cifra es sólo del 95% para los mayores de esa edad.
Pero los encierros también son mortales. Los daños incluyen la caída en picada de la vacunación infantil, enfermedades cardiovasculares, menos exámenes de detección precoz del cáncer y acortamiento en la esperanza de vida de los niños sin escolaridad, por nombrar algunos. Es imposible cuantificar el total de muertes que han causado y causarán, pero es seguro concluir que para las personas menores de 70 años sin afecciones crónicas, especialmente niños y adultos jóvenes, Covid-19 es mucho menos mortal que un encierro. Por lo tanto, la regulación febril e impulsiva de los políticos que se traduce en prohibiciones, salvoconductos y controles no está sostenida ni por la ciencia ni por la evolución del virus, y debería acabar.
La política tiene sistemas de incentivos perversos que vician la toma de decisiones, por lo que es frecuente que al político no le preocupe tanto solucionar un problema a la luz de la verdad cuanto analizar los riesgos del “qué dirán” e identificar a quién culpar en caso necesario. En este sentido, muchas medidas que han tomado los políticos tienen como único objetivo facilitarle esquivar la acusación de inacción y, llegado el caso, trasladar la culpa al ciudadano, a la empresa o al colegio. Así las cosas, el 2020 ha sido una cadena ininterrumpida de decisiones políticas extremas impuestas a la ciudadanía, que si tenían alguna justificación en marzo al inicio de la pandemia, no sólo resultan ahora contra evidencia, sino que ponen en duda qué han hecho en estos diez meses las autoridades que están frente al virus igual que al comienzo.
Políticos y medios insisten en el número “oficial” de casos detectados, una variable que apenas ofrece información, que depende de cuántas pruebas se realicen y que no distingue casos asintomáticos o leves de graves. Además, sabemos desde abril que “el hecho de que el test PCR dé positivo no implica necesariamente que la persona sea contagiosa”, pues el test puede confundir materia vírica inerte con infección activa al amplificar la señal genética del virus. En EE.UU. hasta el 90% de las personas habrían dado positivo sin apenas carga viral, lo que significa que se estaría aislando innecesariamente a nueve de cada diez personas. Aún más, una recientísima revisión de expertos ha identificado “errores preocupantes y falacias inherentes que hacen que la prueba PCR para el SARS-CoV-2 sea inútil”.
El número de hospitalizados es más relevante, pero depende de criterios subjetivos de hospitalización en función del nivel real o esperado de saturación hospitalaria. Los ingresos en urgencias son más representativos y un indicador adelantado de fallecimientos, pero la verdadera variable a seguir es el número de muertes “por” Covid, distinta de quienes fallecen “con” Covid pero de otras patologías (según la Universidad de Oxford, un tercio de fallecidos asignados en verano al Covid en Inglaterra fallecieron de otras causas).
Pasa lo mismo con el uso de las mascarillas. Aunque la evidencia a favor y en contra de las mascarillas sea débil, es recomendable su uso en lugares públicos cerrados, concurridos y mal ventilados, pero obligar a su uso donde es dificilísimo o imposible contagiarse (al aire libre o estando solo en la calle) sólo sirve para para crear paranoia. Las mascarillas no médicas se permiten por motivos políticos pues la eficiencia de sus filtros “es muy baja”, según el propio ECDC (Centro Europeo para Prevención y Control de Enfermedades); las de algodón pueden “estar asociadas a un mayor riesgo de penetración de microorganismos en comparación con no llevar mascarilla” y “quitarse incorrectamente la mascarilla podría aumentar el riesgo de transmisión”. Sucede, sin embargo, que salvo los cirujanos y algunos sanitarios, nadie utiliza la mascarilla de forma adecuada.
Otra medida científicamente cuestionable es cerrar las escuelas. Aparte de los daños físicos, psicológicos y académicos que pueda ocasionarles, la mortalidad del Covid en niños es prácticamente cero, más baja que la de cualquier gripe, y la transmisión de niños a adultos es inusual En Suecia, donde no cerraron los colegios (sólo hace diez días se cerraron los secundarios), no ha habido ni una sola muerte en una población escolar de casi dos millones de niños. Según el ECDC, los niños se contagian sobre todo en hogares, aunque rara vez son ellos el primer caso en focos familiares. Además, “la evidencia disponible sugiere que la transmisión del SARS-CoV-2 entre niños en los colegios es infrecuente, inferior a la de la gripe”, y no existe “mayor riesgo para los profesores en el colegio del que tienen en sus casas o comunidades (…), pues los niños no son causantes primarios de transmisión a adultos en colegios”.
Algunos ejemplos en los que insisten los medios de comunicación también son estadísticamente insignificantes: primero, los poquísimos casos graves en jóvenes y adultos sanos; luego, los supuestos casos de Kawasaki en niños pequeños (hoy desaparecidos); y ahora, las infrecuentes secuelas de más de 12 semanas de duración (el 2% de los casos, según una estimación), generalmente leves (algunas, indistinguibles de somatizaciones, de secuelas de otras enfermedades o del paso prolongado por la urgencia), y de las que apenas hay evidencia documentada tras 10 meses de epidemia y 760 millones de personas probablemente contagiadas en el mundo, según la OMS (lo que implicaría una tasa de letalidad IFR del 0,2%, el doble que la gripe estacional).
El SARS-CoV-2 es virus respiratorio más, pero para el cual no teníamos defensas, con el que tenemos que convivir, leve para la inmensa mayoría de la población y potencialmente grave para una minoría de riesgo. Combatámoslo desde la evidencia científica, sin variantes de confinamiento “que han fracasado estrepitosamente en todos los países, sin medidas que afecten a los niños, que juegan un papel menor en la transmisión, o a actividades en el exterior, que tienen un riesgo bajísimo”, en palabras de un epidemiólogo británico. Limitemos el aislamiento, pues sabemos desde marzo que los leves no contagian 8-10 días después de comenzar los síntomas, y afrontemos lo que queda con sereno realismo en este momento complicado: el probable repunte de Covid, sobre todo en zonas con menor inmunidad previa, será atenuado por una probable reducción de la gripe (la evidencia internacional tras el invierno austral apunta a una reducción del 98% en la gripe estacional).
El confinamiento universal en caso de aparición de un nuevo patógeno no tiene precedentes. La evidencia en su favor es sorprendentemente escasa y se basa en gran medida en comparar los resultados del mundo real con pronósticos generados por computadora derivados de modelos empíricamente no probados. Los estudios anti confinamientos, por otro lado, están basados en evidencia, son robustos y exhaustivos, lidiando con los datos que tenemos (con todos sus defectos) y analizando los resultados a la luz de los controles sobre la población. Su lista es larga pero la idea general es que los bloqueos totales y las pruebas de COVID-19 generalizadas no se asociaron con reducciones en el número de casos críticos o la mortalidad general. Al comparar la trayectoria de la epidemia antes y después de los bloqueos, no se encuentra evidencia de ninguna discontinuidad en la tasa de crecimiento, el tiempo de duplicación y las tendencias del número de reproducción de los casos de virus. Además, los países vecinos que aplican medidas de distanciamiento social menos restrictivas (a diferencia de la contención domiciliaria impuesta por el estado policial) experimentan una evolución temporal muy similar de la epidemia.
Los bloqueos han arrojado al mundo a la recesión más severa desde la Segunda Guerra Mundial. También han causado una erosión de los derechos fundamentales y de la separación de poderes en una gran parte del globo, ya que tanto los regímenes democráticos como los autocráticos han abusado de sus poderes de emergencia e ignorado los límites constitucionales a la formulación de políticas. Por lo tanto, es importante evaluar si los cierres han funcionado como se pretendía oficialmente y en qué medida para suprimir la propagación del virus SARS-CoV-2 y prevenir las muertes asociadas con él. Los hallazgos sugieren que las políticas de encierro más severas no se han asociado con una menor mortalidad o, dicho de otra manera, los bloqueos no han funcionado como se esperaba.
Nos ha tocado vivir la circunstancia de una epidemia que ha provocado muertes en exceso. Está en nuestra mano decidir cómo vamos a hacerlo: con libertad y dignidad o sin ellas; con normalidad no exenta de lógica prudencia y responsabilidad (especialmente hacia mayores y enfermos) o con políticos tomando medidas que no sirven más que para dar la sensación chamánica de estar a cargo. Al virus le da lo mismo y va a circular en cualquier caso -como es patente-, pero las consecuencias de tomar uno u otro camino serán muy diferentes. No es el gobierno el que descubre la enfermedad, la trata, evita que los pacientes enfermos deambulen u obliga a las personas enfermas a reposar. Quienes hacen esto son las instituciones, parte del orden social y no exógenas a él. A las personas no les gusta contagiar a otras. A la gente no le gusta enfermarse. Dado esto, tenemos un mecanismo que realmente funciona. La sociedad tiene una capacidad y un poder propios para lograr resultados similares a los del confinamiento sin introducir el riesgo de que el poder de gobierno sea utilizado y abusado con fines políticos. Si no hoy, quizás mañana. (El Líbero)
Eleonora Urrutia