El acuerdo por la nueva Constitución, esfuerzo desesperado de la vieja política con éxito muy limitado al comienzo, logró encauzar el frenesí con fuertes rasgos orgiásticos, casi único en la historia de Chile, a costa de sumarse a una alta probabilidad de arribar a un puerto de estilo chavista.
Esto fue posible debido a un encantamiento en un grado u otro, violento o pasivo, con lo que significó el Estallido, embeleso que se transfirió en tener fe ciega —de parte de una mayoría— en que una Constitución nueva podría solucionar por arte de birlibirloque todos los problemas, incluyendo las cuitas personales. Caso interesante para quienes estudian las percepciones irracionales surgidas de la racionalidad misma de los tiempos modernos. La transfiguración explica el 80% del plebiscito de entrada y la elección de convencionales, como el colapso de la mayoría de los partidos políticos tradicionales en la primera parte del ciclo electoral de 2021.
Y todavía, en confusa mezcla con la marea anterior, vino la contraria, ese choque violento entre la resaca y la nueva ola, que asomó algo inadvertidamente en las primarias siguientes y sobre todo en el 44% de Kast, como en el cambio de programa y de tono del actual Presidente entre la primera y la segunda vuelta. Desde esa perspectiva, el triunfo abrumador del Rechazo no fue más que un contundente paletazo final. Eso sí, se equivocan quienes creen que pueda ser definitivo. La voluntad que acompañó al Estallido fue cierta; lo mismo el millón de manifestantes —los únicos de verdad pacíficos— del 25 de octubre fue cierto; y también lo fue la reversión electoral del segundo semestre de 2021; y para qué decir el resultado plebiscitario, cuyo símbolo máximo fue la restauración de la bandera chilena como emblema nacional sentido y compartido.
¿Qué nos dice esta evolución? Para un historiador no es nada de paradójica. Lo cierto es que la democracia en todas partes tiene que habérselas con ese estado de conciencia que se llama la psicología de la sociedad de masas. De una caída en un estado de hipnosis se transitó a la búsqueda un tanto instintiva de un nuevo sentido de la realidad, que no fuera tan diferente a lo que se entendía por tal, y que a la vez tenga respuestas creativas a una situación que se nos avecina, cuya gravedad recién empezamos a aquilatar (pero que tanto chileno la intuyó el 4 de septiembre). ¿Qué hacer?
No olvidemos que Chile prometió horizontes mejores y menos divisivos cuando lograba aunar el orden institucional apropiado a la moderna democracia, junto a algún grado de modernización socioeconómica. Los famosos 30 años fueron una de esas etapas que, como toda prosperidad, también desgasta a la democracia, como un movimiento circular. Solo los totalitarismos dan (falsa) ilusión de estabilidad a lo que no es más que una realidad congelada.
Henos aquí algo paralizados ante un nuevo camino institucional, quizás desperdiciando la oportunidad que se nos brindó, de convergencia para una gran mayoría en torno a un sentido común compatible con la democracia.
Una nueva Constitución no debe olvidar que no es un manifiesto ni socioeconómico ni cultural; pero, por otra parte, el triunfo del Rechazo se comprometió a la apuesta de no remedar la soberbia de los convencionales y recoger algo de aquello en la nueva Carta. Y no olvidar dos reglas de oro: primero, que una Constitución no puede ser demasiado diferente a las más importantes cartas de la democracia representativa moderna, también con aspiración de perdurar junto a la república; y, segundo, que, pensando en el procedimiento, demasiadas elecciones pueden hastiar al electorado. (El Mercurio)
Joaquín Fermandois