La ofuscación ética y espejismos de transparencia están llegando en Chile hasta el delirio. La batalla de las ideas que caracteriza a la democracia –donde naturalmente los intereses de unos colisionan con los de otros, pero cuyas confrontaciones se resuelven pacífica e institucionalmente a través de la ley y la Justicia- se ha transformado en una verdadera guerra a muerte propiciada desde paganos púlpitos por modernos Torquemada y Savonarola que piden cabezas y expiatorias hogueras para cuanto político o empresario sea “sorprendido en pecado”.
Diversos medios, redes, analistas y opinólogos se han dejado caer sobre las decenas de “impenitentes” con la fruición de cuervos merodeando al animal moribundo, centrando casi plena y totalmente su atención en el siniestro desposte de la carne nauseabunda, dejando para más adelante la discusión de temas “más fomes” como la reforma laboral, educacional, tributaria, o el proceso constituyente. Es comprensible. Las audiencias, mayoritariamente, gustan de “la sangre” y la irrelevancia. Y qué más cómodo que darle el gusto a la audiencia.
Menos entendible es, empero, que en este luctuoso proceso de rasgar vestiduras, arrojarse tierra a la cara y aullar escandalizados en el desierto -producto de la muy poco cristiana lógica del “ojo por ojo, diente por diente”- hayan tomado lugar central majaderas argumentaciones de los nuevos profetas en contra del legítimo derecho de toda persona, incluidos políticos y representantes ciudadanos, a detentar propiedad sobre determinados bienes o servicios y sus respectivos negocios, más allá de los consabidos resabios de moralinas medievales que inercialmente siguen rondando en nuestro acervo cultural.
Pero, tal como durante la lucha inicial por la calidad de la Educación cierta izquierda decimonónica consiguió satanizar el “lucro” y hoy no sabe qué hacer con la gratuidad universal, ni con el reparto de los exiguos recursos fiscales entre múltiples orgánicas educacionales, el banal griterío actual, cuyo supuesto propósito sería la calidad de la Política, se ha concentrado en un vocinglero alegato en contra del pecado de algunos políticos y representantes de ostentar propiedad sobre un bien o servicio.
Es comprensible que ese “relato” provenga de aquellos que, por siglos, han expresado su rechazo a la propiedad, calificándola como fuente de todo mal, no obstante que el propio Marx financió su acción política gracias al muy burgués industrial textil renano, Federico Engel. La izquierda, concentrada en la igualdad más que en la libertad, nunca aceptará, a pesar de la evidencia histórica, que la escasez es la que induce la propiedad de un bien o servicio insuficiente, como única fórmula eficaz para protegerlo de la devastación. E incluso si la propiedad la detenta el Estado termina afectando no solo la libertad, sino también la propia igualdad, porque el Estado no lo manejan santos. Solo los bienes abundantes no requieren propiedad, porque alcanzan para todos.
Entonces, tal como pasó con la Educación, resulta incomprensible que ahora, por razones subalternas, algunos sectores de derecha se unan al alboroto monárquico-socialista y corran en conjunto con la masa linchadora a bramar contra la “impertinencia” de que quienes llegan a puestos de representación tengan, a la vez, propiedad de bienes y/o servicios o, en fin, se “corrompan” vinculándose con los “dueños del capital”.
¿De cuándo acá es pecado que ciudadanos con inquietudes políticas y de servicio público muestren una biografía de esfuerzo, exitoso o no, por emprender, conseguir propiedad, sostenerla y hacerla crecer? ¿De cuándo acá, tener un interés económico construido sin contravenir leyes, es un obstáculo para quienes desean colaborar al mayor bienestar del país en que viven? ¿De cuándo acá, todo interés particular deviene en “conflicto de interés” insoluble, sólo por la presión semántico-dictatorial de la turba?
¿Acaso todos aquellos que llegan a la política son venales, esclavos de sus pasiones, incapaces de manejar sus bajos instintos y, por consiguiente, corruptibles por el -hasta ahora- inevitable financiamiento empresarial de carreras políticas que no pagó ni el Estado (supuesto órgano regulador de la vida comunitaria) ni los ciudadanos individuales. ¿O queremos democracia “a la bolsa”, “gratuita”? Mejor sería discutir y aprobar luego normas para que todos financiemos debidamente la política y posibilitemos que aquella siga siendo ese espacio de negociación, transacción, convergencia, acuerdo, que no de la imposición, la retroexcavadora, la violencia, la guerra.
Tras siglos de lucha por la libertad, en las democracias y Estados de Derecho, las personas pueden hacer hoy con sus vidas y entornos propios todo aquello que no esté prohibido por la ley, en tanto que, desde el derecho público se han aumentado las restricciones a nuestros representantes y funcionarios del Estado quienes pueden hacer sólo aquello que la norma vigente les permite. Y si unos y otros se mueven dentro de aquellos marcos, entonces, ¿de cuándo acá, las acusaciones de los fiscales constituyen sentencias ejecutoriadas? ¿De cuándo acá los acusados perdieron su derecho a la legítima defensa? ¿Queremos democracia y Estado de Derecho o anarquía y Estado de naturaleza?
Objetar que cualquier ciudadano, incluido aquel que en algún momento de su vida quiera ser representante de otros, tenga derecho a emprender, conseguir propiedad sobre bienes y/o servicios, negociarlos e intercambiarlos, enajena el aporte de casi un millón de chilenos con “intereses” –tienen una micro empresa, un buffet de abogados, una pyme o gran empresa- bajo la falsa premisa que aquel, en sus decisiones públicas, no distinguirá moralmente entre bien social y el propio interés, sólo porque algunos no han respetado el acuerdo social. Nos quedamos así con uno de cada dos chilenos como posibles servidores “impolutos”, esos que nada han hecho, y transmutamos el “voto censitario a la inversa” en virtud.
El 80% de los chilenos trabaja gracias a ese millón de emprendedores, creadores de valor y empleo. Pero aquellos, según nuestros Torquemada, no pueden representar a los ciudadanos porque tienen conflicto de intereses. ¡Están en pecado! Es decir, satanizamos ahora la propiedad, tal como pasó con el “lucro”. Se dirá que se exagera, que basta con que cada representante político se exima de votar en casos de cruce de interés o transfiera su patrimonio a un fideicomiso ciego. Pero perdida la confianza pública en la propiedad como legítimo derecho, transformada en fuente de maldad, abuso y desconsideración, la sospecha instalada estimula infinitas elucubraciones para sostener su perversidad, profundizando el círculo vicioso que la arrastra hacia su destrucción como fuente de progreso y desarrollo.
La majadería mojigata y pequeño-burguesa de que solo quien nada tiene puede legislar sin intenciones ulteriores es evidentemente falaz y sólo digerible para aquel conjunto de púberes revoltosos y desconfiados que recién inician la ampliación de sus conciencias respecto de cómo funciona el mundo. Volver a caer en trampas como la del “lucro” y postrarse incautos ante una ética embaucadora y ultramontana que aprovecha la vergüenza culpable de unos pocos, termina deslegitimando el corazón del modo de vida elegido por la mayoría de los chilenos.