«La democracia cuando realmente existe y es fiel a su condición, es promotora de excelencia en el sentido que moviliza a todos los individuos que componen cada sociedad». Así se expresaba Julián Marías, casi 30 años atrás.
Una de las razones que han dado los reformistas de izquierda para empeñarse en los cambios estructurales es que buscan transformar a los jóvenes chilenos en ciudadanos comprometidos. Educación para la ciudadanía, han llamado a sus reformas, contrastando sus proyectos con unos alumnos hoy inclinados al individualismo y a los mercados.
¿Promueve efectivamente la reforma educacional un compromiso juvenil con la participación democrática?
En absoluto.
A los 18 años de edad, todos nuestros jóvenes se enfrentan a tres desafíos propios de una sociedad libre: estudiar, trabajar y votar. Y en cualquier democracia que tenga un mínimo de dignidad, estas tres actividades expresan el talante más profundo de la libertad.
En el primer caso, la excelencia democrática los debiera llevar a sujetarse a las exigencias propias de un sistema altamente selectivo, el de la educación superior, en el que serán seleccionados por méritos y, a medida que avancen, ellos también escogerán a sus profesores y a sus ramos, en virtud de la calidad. Pero, ¿cómo podrían adaptarse a políticas selectivas si desde muy niños el sistema les habrá martillado que toda selección es perversa, que toda selección es injusta? La Universidad, el lugar en que se cultivan las legítimas diferencias en virtud de los propios esfuerzos, les resultará incómoda, extraña. Solo los más astutos entenderán que democracia, universidad y excelencia van de la mano; otros muchos, quizás los más, renegarán a la par de la universidad selectiva y de la democracia, estropeándolas a las dos.
Quienes no entren a la educación superior irán directamente al mundo laboral. Allí también se encontrarán con la realidad de la selección: comprobarán que hay quienes tienen la potestad de aceptar o rechazar una postulación laboral, algo que quizás nunca antes habrán experimentado en sus vidas estudiantiles. Por cierto, a los ojos de esos jóvenes, la culpa la tendrá el régimen democrático, que permite que los empleadores seleccionen, en contraste con toda su experiencia como alumnos.
También, a los 18 años, esos mismos jóvenes podrán votar. O sea, seleccionar.
Los candidatos que les ofrezcan sus rostros y sus proyectos -en ese orden de importancia- les pedirán que ejerciten un acto contradictorio con toda su formación juvenil: seleccionar. Los postulantes a cargos públicos se promoverán como los mejores; ninguno pedirá que solo un porcentaje de los votos sea contabilizado y el resto de los sufragios vaya a sorteo para corregir evidentes desigualdades entre los mismos candidatos. Ninguno de los que están en la papeleta tratará a sus electores como si fueran simples alumnos: buscarán elevarlos a la condición de adultos. Pero será demasiado tarde, porque a esas alturas el voto juvenil habrá desaparecido, ya que no tendrán ni el más mínimo interés en seleccionar, en ejercitar esa perversa discriminación.
Hoy rechazan la política porque les parece que ahí no están los mejores. Mañana lo harán porque la noción de excelencia les resultará inaceptable. Votar, en el futuro más que hoy, les parecerá inútil. Con toda razón se preguntarán: ¿Y por qué no van a la tómbola los candidatos para que no haya discriminación?
La calidad de la democracia, la relación entre excelencia y democracia, quedará herida de muerte con una reforma educacional que martillará en los niños desde su primera infancia el tam tam izquierdista: No seleccionarás, es perverso. (El Mercurio)