El jueves, la Estación Mapocho fue el escenario del Primer Encuentro por Chile, una iniciativa liderada por las universidades Católica y de Chile, que reunió a más de mil personas en un espacio de diálogo. Representantes del ámbito social, político, empresarial y académico participaron en este esfuerzo colectivo para diseñar propuestas concretas. ¿Qué podemos lograr juntos? era la pregunta que articulaba el ejercicio, subrayando la necesidad de reconstruir la confianza y fortalecer el diálogo.
En mi mesa coincidimos un grupo diverso: un facilitador, un consultor, un dirigente sindical y tres académicos. La conversación comenzó con las presentaciones, pero rápidamente los temas fluyeron. Pronto quedaron en evidencia algunas preocupaciones compartidas: la seguridad, el crecimiento, el deterioro de los barrios y la pérdida de la vida en común. La inquietud por el futuro de los hijos se hacía palpable: cómo equilibrar trabajo y familia, y cómo garantizar una educación que realmente marque la diferencia. Uno de nosotros, que vivía cerca de la Estación Mapocho, describió cómo su entorno había cambiado, con el comercio ambulante fuera de control y el aumento de la delincuencia. Y mientras la conversación avanzaba, era fácil imaginar que en otras mesas sucedía algo similar: realidades diversas con inquietudes comunes.
En este punto, el Presidente tomó la palabra con un discurso que inició como un llamado a la reflexión, destacando la importancia del diálogo y la necesidad de buscar en el otro “la mejor versión de sus argumentos”.
Hasta ahí, todo bien. Pero, el momento conciliador derivó, rápidamente, en un acto de campaña. Con entusiasmo, destacó los logros de su gestión, se refirió a la aspiración del aborto libre y afirmó que Chile ha mejorado significativamente la inversión extranjera, pero no la interna, atribuyendo este fenómeno a la “desconfianza ideológica” que, a su juicio, afecta a los empresarios locales.
Con sorpresa comprobamos que el Presidente optó por dirigirse a su base del 30%.
Culpar a los empresarios es una salida sencilla. Siempre hay una historia de agravio que justifica eludir responsabilidades y desplazar el foco hacia narrativas que refuerzan divisiones en lugar de construir puentes. Una utopía que prioriza ideales morales —que rara vez se cumplen— sobre las urgencias tangibles de la ciudadanía.
Por otra parte, responsabilizarlos, valiéndose de una generalización absurda, resulta opuesto a la invitación inicial de buscar “la mejor versión” del argumento del otro. Si se ningunean sus reclamos —seguridad, certeza jurídica, permisos, competitividad tributaria y capital humano, entre otros— bajo la idea de que son “ideológicos” y no reales, cualquier proyecto de desarrollo se convierte en un ejercicio vacío y destinado al fracaso.
El contraste entre el propósito del evento y las palabras del Presidente es claro. Su discurso, que aspiraba a ser un llamado a la unidad, terminó perpetuando divisiones. Sin embargo, no nos confundamos, nada de esto disminuye el enorme valor y necesidad del diálogo y encuentro que tuvo lugar en ese espacio.
María José Naudon