El muerto de esta semana trágica no fue simplemente Ricardo Lagos. En el ataúd principal de este entierro hay un cuerpo de mujer: la socialdemocracia. No se trata de que el Partido Socialista haya vuelto a empuñar el fusil, pero sus últimas decisiones muestran que la izquierda nacional ha abjurado de Felipe González, François Mitterrand, la Concertación y el socialismo renovado. La izquierda ha dejado de ser centroizquierda y ha decidido navegar en aguas muy distintas. En el mediano plazo, su aliado natural no será la Democracia Cristiana, sino el Frente Amplio.
¿Qué debe hacer la centroderecha ante este panorama? Hasta ahora ha sido la que más ha llorado, porque -aunque nunca iba a votar por Lagos- lo respetaba. Para definir su curso de acción hay tres respuestas posibles.
La primera es muy sencilla: «No debe hacer nada». Así, lo más sensato sería dejar que la izquierda se hunda con esta vuelta sesentera y asegurar que su ruina no afecte al resto del país. Esto significa que hay que concentrarse en la elección presidencial, que es el mejor seguro para alejar a esa gente de La Moneda.
Sin embargo, si se atiende a la concurrencia en este velorio, se verá que existe mucha gente dolida por esa alianza de la frivolidad electoralista con el izquierdismo apasionado que hizo posible la muerte de Lagos. Son personas muy preparadas, que representan un porcentaje importante de los votos del electorado. Por eso, es una mala idea no hacer nada.
La segunda respuesta consiste en aplicar aquí una lógica empresarial: como si bastara con contratar a un gerente de la competencia. Lo hizo el gobierno de Piñera al reclutar a personas valiosas como Adolfo Zaldívar o Jaime Ravinet. En ese caso, habría que ofrecer embajadas y ministerios para contar con apoyos más amplios en un futuro gobierno de la centroderecha. Pero esa vía es inadecuada, como se mostró en la experiencia anterior. La DC chilena tiene alergia a la derecha y lo mismo pasa con los socialistas desencantados. Para ellos sería muy violento recibir órdenes de un presidente que representa una ideología que siempre han rechazado.
Con todo, queda un tercer camino, que tiene la ventaja de ser posible y conveniente. Más que cazar algunos rostros de la centroizquierda, podría presentar a su electorado una propuesta política sólida y susceptible de ser perfeccionada, que los convenza para votar por un candidato de centroderecha. No porque lo amen, sino porque vean que, dadas las alternativas, será lo mejor para el país.
Si alcanza el gobierno, la centroderecha deberá tender puentes con la centroizquierda moderada. No para incluirla en él, sino para alcanzar acuerdos que permitan gobernar (la otra izquierda tratará de hacer ingobernable el país), y conseguir su apoyo para políticas que apunten a los grandes intereses nacionales. Pero este apoyo no implica pedirles que abandonen su lugar en el espacio político y renuncien a ser el sector más relevante de la oposición.
Se trata, en definitiva, de hacer realidad la aspiración del Manifiesto por la república y el buen gobierno: «Las relaciones internacionales, lo mismo que la defensa, el fomento de la natalidad, la protección de la infancia, la planificación de la ciudad, la política migratoria y el cuidado de los recursos naturales no pueden cambiar cada cuatro años según el gusto del gobierno de turno. Proceder de esa manera es una frivolidad que atenta contra la justicia debida a las generaciones futuras, una auténtica inmoralidad» (sección 22).
En estas materias puede haber amplios puntos de acuerdo entre la centroderecha y la centroizquierda, que son compatibles con la existencia de fuertes discrepancias en otros campos. Si bien sería una ingenuidad querer volver a los tiempos de la transición, es imprescindible recuperar esos acuerdos, que son necesarios para el país y la ciudadanía los pide. Esa, por lo demás, es la lógica más profunda de la política, el arte de articular las discrepancias.
En definitiva, hay que conseguir que, en una eventual oposición, la centroizquierda tenga la misma actitud abierta que, en general, tuvo la derecha cuando desempeñó ese papel durante la transición. Esto exigirá flexibilidad y sentido patriótico por ambas partes, dos recursos que son más poderosos que los cargos ministeriales y las embajadas. (El Mercurio)
Joaquín García Huidobro