Destituir al Presidente

Destituir al Presidente

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Por tercera vez en la historia de Chile y por segunda respecto de Piñera, un grupo de diputados acusa constitucionalmente a un Presidente en ejercicio.

Si la acusación resulta aprobada por la mayoría de los diputados y luego por dos tercios de los senadores, el cargo, con sus mismas atribuciones, pero no ya con mandato popular directo, será ocupado por quien designe el Congreso Pleno, elección que debe producirse dentro de los 10 días siguientes y el elegido debe asumir dentro de los 30 días siguientes.

No se necesita ser politólogo para imaginar la inestabilidad política que sobrevendría durante esos 40 días y en la etapa posterior, hasta que nuevamente asumiera un presidente electo.

¿Son tan graves las acusaciones como para justificar entrar a ese período de inestabilidad, en pleno proceso electoral y a pocos meses del cambio de mando? ¿Acredita el libelo la existencia de actos de su administración que han comprometido gravemente el honor o la seguridad de la nación o infringido abiertamente la Constitución o las leyes?

La acusación constitucional es un juicio jurídico-político. Solo toca a los parlamentarios juzgar si la destitución del Presidente es el remedio necesario y proporcional para restablecer el honor mancillado de la nación, o si la infracción a la Constitución y a las leyes es tan abierta o patente que la defensa del Estado de Derecho exige de tan radical medida. Esos son juicios políticos, al igual como lo es sopesar si los beneficios de la destitución son superiores que la no destitución para la convivencia política. Lo que, en cambio, es un juicio jurídico y depende más de la razón que de la prudencia consiste en determinar si existieron efectivamente las conductas infractoras y si en ellas cupo culpabilidad al acusado. Eso debe estar razonablemente acreditado.

El texto de la acusación es generoso en palabras (99 carillas) y grandilocuente en adjetivos, pero pobre, y elusivo, en identificar las precisas conductas del mandatario en su actual administración que serían constitutivas de las infracciones constitucionales aptas para destituirlo.

La conducta principal que se le reprocha es la de haber pactado, en diciembre de 2010, en un paraíso fiscal, un contrato en el que vendió sus derechos en la minera Dominga, estipulando que la última cuota del precio le sería pagada en diciembre de 2011, pero solo a condición de que el terreno en el que se emplazaba no fuera declarado reserva natural. Piñera se defiende señalando que, a esa fecha, no administraba sus negocios, los que estaban sujetos a fideicomiso ciego. La acusación retruca que la figura de administración de esos negocios no era enteramente ciega, pues al mandante (Piñera) debía rendírsele una cuenta anual. ¿Ordenó o supo Piñera la realización de este negocio en un paraíso fiscal donde se elude el pago de impuestos? ¿Acordó o se enteró el Presidente de la incorporación de la cláusula conforme a la cual recibiría la última cuota del precio si el gobierno que él presidía se abstenía de declarar reserva natural la zona involucrada? Responder esas preguntas en sentido afirmativo es condición necesaria para hacer el juicio de reproche. Para adquirir un cierto grado de certeza al respecto resulta indispensable conducir una investigación, tarea para la cual no se presta el formato de la acusación constitucional.

Pero más allá de lo decisivo que resulta dilucidar la participación y culpabilidad del acusado en la celebración de esas dos modalidades objetivamente reprochables, la acusación tiene una dificultad que no logra salvar: la Constitución exige que ella se formule al Presidente por actos de “su administración”, expresión que no cabe extender a actos de su administración anterior.

La acusación hace esfuerzos por cubrir este vacío, aduciendo que esos actos de la actual administración, que merecen el reproche, han sido los de no declarar zona de reserva natural el terreno donde se encuentra emplazada Dominga y no haber aprobado el Acuerdo de Escazú. La falencia de estas dos imputaciones es que la condición pactada en el contrato para el pago del precio a la familia de Piñera se cumplió en diciembre de 2011, por lo que el conflicto de interés cesó a esa fecha. Nada indica que durante su actual administración el Presidente mantenía interés (personal-patrimonial) en que se aprobara el proyecto Dominga.

Todo lo anterior, claro está, si aún importaran la verdad y las formas en estas escaramuzas de la ruda política. (El Mercurio)

Jorge Correa Sutil

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