Mucho se habla del concepto de “agregar valor”, pero poco de su opuesto: la destrucción de valor. Durante décadas, liceos emblemáticos como el Instituto Nacional, José Victorino Lastarria, Carmela Carvajal y otros recibían a alumnos con hábitos de estudio y un gran anhelo de superación, potenciándolos a través de un duro pero eficaz método basado en la disciplina, la excelencia académica y el rigor.
Estos liceos fueron durante años un gran ascensor social, haciendo efectiva la idea de movilidad con notables resultados. El paso por el Instituto, el Carmela o el Lastarria cambió la vida de cientos de miles de familias completas. Alteró, en el sentido más positivo posible, las trayectorias de jóvenes con potencial que, de no haber ingresado a estos establecimientos, probablemente se habrían quedado en el camino, como tantos otros.
Los alumnos de estos establecimientos cruzaban toda la Región Metropolitana, en micro y metro, para llegar puntualmente a las 8 de la mañana al centro de Santiago. Allí, se mimetizaban con oficinistas, empleados públicos y funcionarios de la banca, luciendo impecables uniformes con orgullosas insignias en su pecho.
Estos jóvenes eran parte de la postal de un Chile pujante, donde, por ejemplo, el Paseo Ahumada simbolizaba una arteria de frenético movimiento de trabajadores formales. Hoy, este espacio se ha transformado en un decadente paseo peatonal, donde paradójicamente casi no se puede caminar debido al comercio informal. Así como el Instituto Nacional y otros liceos como el Instituto Barros Arana son “colegios” a los que prácticamente no se va a estudiar.
Por cierto, para una visión de la izquierda más ideológica, el modelo de los liceos emblemáticos siempre causó escozor. La izquierda cree en el determinismo sociológico: la vieja idea de que la estructura determina la conciencia de clase. Y los liceos emblemáticos permitieron a muchos estudiantes darse cuenta de que su potencial académico les permitiría llegar tan lejos como quisieran, independientemente de su origen y clase social. Para las visiones más radicales de la izquierda colegios como el Instituto Nacional eran espacios para el fomento de una “falsa consciencia”.
Así, la ética del capitalismo, basada en la responsabilidad individual, el mérito y la competencia, particularmente en el ámbito educacional, muy bien representada en el modelo de los liceos emblemáticos, se transformó en el mayor adversario cultural de la izquierda. Porque este tipo de colegios produjeron desigualdad. Pero una desigualdad no solo legítima, sino que deseable. Una desigualdad que agregó valor, en la medida en que estaba fundada en el mérito, el talento y las capacidades de los jóvenes.
Fue el clima de opinión proclive a las ideas igualitaristas el que modeló paulatinamente un nuevo contexto, en el cual, los liceos emblemáticos pasaron de ser íconos de la educación pública a ser considerados parias o lastres de un modelo que debía avanzar hacia un destino contrario.
En 2012, Benjamín González, presidente del Centro de Alumnos del Instituto Nacional, dio un controversial discurso en la ceremonia de licenciatura. En él planteó: “No podría sentirme orgulloso de ir en un colegio que la sola idea implica discriminación. Si la educación en Chile fuera buena en todos los establecimientos educacionales, ¿qué motivo habría para la existencia del Instituto Nacional? Ninguno (…) Desde el primer día que pisé este colegio, sentí como todas las acciones van dirigidas a un solo objetivo: el éxito (…) Un éxito aparente eso sí, un éxito centrado solo en lo económico: ser puntaje nacional, estudiar una carrera tradicional, casarse, escalar lo más alto posible en la empresa, comprarse una camioneta para pegarle la insignia del instituto en el parabrisas…”.
Sobre esta nueva base cultural, contraria a la idea de distinción y éxito es que las clases dirigentes de izquierda sinceraron su objetivo de asediar el modelo de los liceos emblemáticos por dos frentes: el institucional y el político.
En lo institucional, poniendo fin a la idea de selección. Nadie lo retrató mejor que el exministro de Educación Nicolás Eyzaguirre, quien, en 2014, señaló que había que “sacarles los patines” a los competidores (estudiantes) que corrían más rápido que el resto, para así igualar las condiciones.
El segundo frente de asedio fue mediante la hiperpolarización de estos espacios educacionales. Grupos de izquierda radical inocularon y cooptaron los centros de alumnos, sembrando una semilla que rápidamente germinó en forma de violencia e insurrección al interior de una cultura basada en la autoridad, el esfuerzo y la disciplina.
De este modo, que el Instituto Nacional haya pasado en 20 años de ser el noveno mejor colegio del país, según el ranking PSU/PAES, a ocupar hoy el lugar 303, no es casualidad. Es el resultado de un diseño ideológico, elaborado con premeditación y alevosía.
El proyecto de políticos como Eyzaguirre, junto con intelectuales y técnicos que vieron a los niños y jóvenes chilenos como piezas de experimentación para sus laboratorios de ideas progresistas, efectivamente logró que la educación chilena fuera más igual. Pero igual en mediocridad. (Ex Ante)
Jorge Ramírez