“¡Chile cambió!”, exclamó con su acostumbrado entusiasmo el animador Luis Jara, sobre un escenario luminoso pero vacío, en la jornada final de la Teletón. “No es solo Chile el que cambió”, le retrucó Don Francisco desde su casa, en un tono levemente paternal: “¡es el mundo!”. Esta escena sirve para calibrar la densidad histórica de ambas figuras televisivas, pero también para ilustrar la doble tensión a la que Chile está sometido.
En seis meses hemos experimentado dos shocks de magnitudes colosales. Uno endógeno, el 18-O, que puso de manifiesto la obsolescencia del modelo de cohesión social que prevaleció hasta entonces. El otro exógeno, el covid-19, que ha hecho patente vulnerabilidades de las que la humanidad había perdido conciencia, y la fuerza abruptamente a reconocer que somos dependientes —y a la vez responsables— los unos de los otros, así como del mundo en que vivimos.
Se dice con insistencia que el shock exógeno nos pilla en el peor momento, pues estábamos aún lejos de reponernos del estallido social y sus efectos. Discrepo: creo que no nos pudo sorprender en mejor momento. El país estaba aún en la UTI, es cierto, replanteándose los fines colectivos que habrían de proyectarlo como nación. Pues bien, es preferible que esta pandemia universal, que obliga a plantearse interrogantes aún más vastas y profundas, nos coja cuando estamos en un estado de reflexión y deliberación antes que en una atmósfera de cándida e inocente normalidad. Esto hará menos dolorosa la reestructuración que viene por delante.
Luis Jara no se equivoca: “Chile cambió”. De partida, por el grado de involucramiento y movilización de su población. En seguida, por una sucesión de reformas estructurales, algunas de las cuales ya fueron acordadas mientras otras están aún en el pipeline. Se agrega el inicio de un proceso constituyente destinado a redefinir las bases fundamentales del orden colectivo.
Ahora sucede, como puntualizara Don Francisco, que con el covid-19 el mundo entero encara un cambio sobre el que hay una sola cosa cierta: que nada volverá a ser como era antes. Pensemos, por ejemplo, en el lugar que ocupará la tecnología digital en el gobierno de las personas y las cosas, en las formas de trabajo y en las relaciones afectivas. En lo que va a suceder con los trabajadores invisibles que han mantenido al mundo en pie bajo la pandemia, sometidos a desigualdades que son fuente de vulnerabilidad para todos. En el nuevo papel que adoptarán los Estados nacionales para proteger la vida de sus ciudadanos —que es su fin último—, no solo en el campo de la salud, sino también en la economía y la organización productiva. Si tenemos éxito en detener el virus y cohabitar con él, pensemos en la sensación que dejará esta experiencia en cuanto al poderío del ser humano cuando actúa unido y con determinación, lo que podría llevar a que la movilización contra el calentamiento global se vuelva una posibilidad real y no —como muchos piensan— un sueño de adolescentes.
La lista es interminable. La humanidad está ante dilemas mayúsculos que empujan a detenerse para entender qué nos condujo a esto, y a concordar las nuevas obligaciones que ellos nos imponen como individuos y colectividades. Ante esto, algunas cuestiones que nos enardecían hasta hace poco es posible que se vuelvan prehistóricas, mientras otras que nos dividían podrían alcanzar un consenso hasta ayer inimaginable.
Han surgido voces que claman por anular o abreviar el proceso constituyente que se concordó para hacer frente al 18-O. Se equivocan. Es una suerte que dispongamos de este mecanismo para canalizar institucionalmente las respuestas al doble shock que nos sacude. Es como cuando uno lleva su auto al garaje por un “detallito”: lo aprovecha para hacer reparaciones mayores y anticiparse a potenciales fallas. Es hora de confirmar el proceso constituyente, otorgándole todo el alcance y tiempo que sean necesarios. Ya no es un nuevo Chile lo que lo convoca: es un nuevo mundo. (El Mercurio)
Eugenio Tironi