Punta Peuco: diez internos habrían pedido perdón; pero los restantes 111 mantienen otra posición.
Dos posturas, dos opciones, como viene sucediendo hace más de cincuenta años en la historia de Chile. Hemos vivido en las encrucijadas: para acá o para allá. Son esas instancias en las que cada persona -también las instituciones y el país- se enfrenta a sus momentos decisivos.
A comienzos de los 60, la primera encrucijada fue reforma o revolución. Como siempre, contra toda sensatez, contra toda experiencia, la izquierda dijo revolución. Y la Democracia Cristiana se sumó: también dijo revolución.
Una segunda disyuntiva era obvia: ¿por la vía pacífica o por el camino de la violencia? En Linares, en Chillán y en La Serena -tres veces entre 1965 y 1971- la izquierda dijo: por la vía de las armas.
Con Allende ya en el poder, un tercer cruce de caminos se les presentó a los partidos marxistas en el gobierno. Y optaron por una presidencia para unos pocos chilenos, para una minoría; Allende lo declaró abiertamente: no soy presidente de todos. Por eso la lucha de clases se expresó en la destrucción de las instituciones.
A la ciudadanía se le planteaba entonces la cuarta encrucijada: o resignarse o resistir. Algunos se habían fugado de Chile; otros decidimos que había que enfrentar el peligro; y lo hicimos.
Pero la disyuntiva mayor, la quinta en nuestro listado, era para las Fuerzas Armadas: ¿podían aceptar que la identidad de la patria fuese destrozada o debían intervenir? Está claro, escogieron el camino más arduo, fueron patriotas.
La sexta encrucijada confrontó de nuevo a la izquierda con su tradición y con su ideología. La opción consistió en no aceptar la derrota e iniciar desde el mismo septiembre de 1973 una lucha sin cuartel contra el nuevo gobierno. El MIR y el PC desarrollaron sus cuadros militares, importaron armas, atacaron y asesinaron.
Un nuevo cruce de caminos se les presentó entonces a todos quienes enfrentaron al marxismo y a los marxistas: algunos procedieron con estricto apego a las leyes y a la ética, y salvaron vidas; de otros, aún tenemos dudas; algunos, ciertamente abusaron de su fuerza en la represión de terroristas y subversivos. Justamente por eso, hoy unos creen que hay que pedir perdón, mientras otros estiman que no hay que hacerlo.
A fines de los 80, al presidente Pinochet se le presentaba una nueva disyuntiva: perpetuarse o cumplir su palabra. La cumplió y nos entregó la democracia.
Un noveno cruce de caminos aparece en nuestro listado. La Concertación pudo haber sido ecuánime, pero no lo fue. Optó más bien por la ambigüedad, por la injusticia en la medida de lo posible: respetó las instituciones, pero mediante el Informe Rettig y el Museo de la Memoria cercenó la historia de Chile.
De nuevo en democracia, la izquierda se vio enfrentada a otra encrucijada: reconciliarse o agredir. Está muy clara la opción escogida: el PC ha sido la punta de lanza del odio y su veneno no se ha agotado.
La undécima disyuntiva se les presentó entonces a todos los partidarios del gobierno militar. Y ya se sabe lo que ha pasado: es mucho más fácil claudicar -no te vayan a incluir en un catálogo de cómplices pasivos- que defender, que razonar, que jugártela. Votos, votos: así se han manifestado las aspiraciones de lavinistas y piñeristas.
Está abierto un último y decisivo cruce de caminos, y deben mirarse con atención las señales que permitan tomar una opción: ¿Aceptar la supuesta historia que buscan imponer o defender la dignidad de la verdad?
Las once encrucijadas anteriores son poca cosa -ya pasaron- ante la enorme trascendencia que tiene esta última disyuntiva, la actual. Es la única que podemos determinar. (El Mercurio)
Gonzalo Rojas