El Presidente Boric asumió su mandato con el “no a Dominga” como parte central de su discurso. En medio de otros “no” que ya han sido dejados de lado (“no a Carabineros”, “no al TPP11”, “no a las AFP”, “no a la militarización del Walmapu”, “no a los 30 años”, Dominga se transformó en el último “no”que podría haber sido derribado.
Pero, los “no” transformados en “sí” tenían un límite. Y en el caso de Dominga no alcanzó.
El no fue no. Punto.
En medio de un evidente cambio en la opinión pública, donde el “no a Dominga” dejó de ser rentable políticamente, mucha gente miró con indiferencia y otra tanta apoyaba —a estas alturas— el proyecto frente a la necesidad de dar señales de que el crecimiento de verdad importa. La propia comunidad de La Higuera, un pueblo al que le sobra polvo y le falta esperanza, reflejó esta división.
“La algarrobilla presenta una distribución natural muy acotada al límite norte de la región (…) siendo una especie relevante del punto de vista ecosistémico y con un altísimo grado de vulnerabilidad”, fue el cuidadoso comunicado, escrito seguramente por muchas manos, para encontrar algo que decir.
Porque el no tenía que ser no. Y hubo que culpar a la algarrobilla.
En el diálogo «Critias», Platón describe cómo el paisaje de Ática, que en algún momento fue exuberante, había sido degradado por la tala excesiva y la erosión del suelo: “Lo que queda ahora es, comparado con lo que había antes, como el esqueleto de un cuerpo enfermo. Todas las partes ricas y suaves de la tierra han desaparecido”. La tensión entre crecimiento y medio ambiente ha existido siempre, y —sorprendentemente— la reflexión sobre el tema tiene 2500 años.
A un lado quienes quieren arrasar sin parar (y que las consecuencias la asuman otras generaciones), al otro lado los que quieren detener sin pensar (y que volvamos a la recolección de frutos silvestres). Entremedio están las posiciones razonables.
Pero lo de Dominga tiene otra lógica.
Cuando el Presidente Boric estaba próximo a asumir, en una entrevista a Las Ultimas Noticias, dijo que Chile no tenía que crecer a costa de construcción y minería, sino que a través de “gastronomía, cultura, eventos y turismo”. Tal cual.
Pero Chile cambió y el Presidente de alguna forma también (“El mundo requiere de nuestro cobre y minerales críticos”, dijo en su última cuenta pública).
Pero eso no alcanzó para Dominga. Menos aún si sus dueños eran Délano y Lavin.
¿Cómo es posible que tengan que pasar once años antes de que se logre saber si se puede hacer la inversión?
El que distintos gobiernos hayan decidido hacer del rechazo a Dominga una causa política, y que exista la capacidad de postergar casi indefinidamente la puesta en marcha de proyectos que no les gustan a determinados sectores, habla de una crisis en el funcionamiento de la institucionalidad actual.
Si a eso se agrega la puesta en escena, donde la administración del Estado supuestamente no sabía cuál era el orden de subrogancia de los cargos del Ejecutivo, quedando claro que todo se trató de una excusa. Y de paso se siguió dañando la institucionalidad, transformándose en una pésima señal para atraer inversiones a Chile.
El caso, a todas luces, no se trata de una cuestión de ser más o menos exigente, sino que de entender cuál es la legalidad ambiental aplicable a los proyectos. Y Dominga es el emblema de una institucionalidad que no funciona.
Porque es evidente que todo proyecto genera algún daño. La pregunta es: cómo se minimiza, cómo se compensa y cuál es el beneficio general. Por ejemplo, es imposible no pensar cuántas algarrobillas habrán existido donde hoy esta Chuquicamata. Y, al mismo tiempo, qué sería de Chile sin Chuquicamata.
Acá, en cambio, simplemente —como el farolero de El Principito— la consigna era la consigna. El “no a Dominga” había que mantenerlo.
Y hubo que buscar una algarrobilla. (El Mercurio)
Francisco José Covarrubias