A solo seis días de las elecciones de consejeros constituyentes los especialistas auguran al menos tres resultados de alta probabilidad: que el total de los votantes se eleve por sobre el 70% de los legalmente habilitados para el efecto; que aumente el numero de sufragios en blancos, nulos o que se abstengan, y que las coaliciones más votadas corresponderán a las de centro derecha (Chile Seguro); y de izquierda (Unidad para Chile).
Respecto de los demás partidos y coaliciones en competencia las opiniones y encuestas muestran resultados divergentes, aunque aparece cierta convergencia en que el voto obligatorio favorece las posibilidades de las coaliciones de centro, tales como “Todo por Chile”, así como del emergente Partido de la Gente, colectivos que, juntos al Partido Republicano, se disputan el tercer lugar en los resultados del domingo próximo en la noche. Para los aspirantes de listas de pueblos originarios son pocas los sondeos que dan oportunidad a dichos ciudadanos de quedar representados en el Consejo Constituyente que se está decidiendo.
No obstante que los objetivos de estas elecciones apuntan al complejo propósito de conseguir la conformación de un Consejo Constituyente (50) capaz de converger en la redacción de una nueva carta constitucional que rija la convivencia ciudadana y de los poderes republicanos que la hacen posible, las franjas televisivas y respectivas propagandas de los aspirantes han mostrado, hasta ahora, que la votación estará altamente determinada por la actual coyuntura político, social y económica, y no, como debiera, por las cuestiones de principio, valores, derechos, deberes e instituciones que dan forma a una sociedad republicana y democrática y cuya mala interpretación y diseño hiciera fracasar rotundamente aquel primer intento realizado en 2021-2022.
En efecto, temas como el sistema político, los derechos y deberes ciudadanos, la conformación y característica de los poderes del Estado (Ejecutivo, Legislativo y Judicial); las instituciones centrales descentralizadas y autónomas, el sistema electoral, el modelo de administración regional y local, entre otros aspectos que deben incluirse en una carta, han sido muy someramente discutidos públicamente y la escasa propaganda de los aspirantes a ocupar un puesto en el Consejo ha centrado sus mensajes más bien en cuestiones derivadas de la triple crisis política, social y económica que enfrenta el país.
Una crisis política expresada en la pérdida de autoridad y prestigio de conductores e instituciones que son claves para el buen desenvolvimiento de una democracia que ha devenido, entre otras cosas, en una brusca alza de la inseguridad ciudadana, manifestada en una delincuencia anormalmente peligrosa; un extendido narcotráfico y crimen organizado que busca el éxito de consumo que no alcanza por vías socialmente aceptables; una inmigración descontrolada subproducto de gobiernos corruptos y líderes narcisistas que empujan a sus ciudadanos a buscar mejor vida en tierras lejanas, abandonando cada vez más la esperanza de esa buena política que abona y no destruye la libertad, la justicia, igualdad y fraternidad proclamada por los padres fundadores de nuestra democracia.
Crisis económica, expresada en una alta inflación y consecuente pérdida del poder adquisitivo de las remuneraciones, desocupación en aumento, endeudamiento caro que constriñe a perder esperanzas en la casa propia; salida de capitales por más de US$ 80 mil millones y un bajo nivel de inversiones, producción y generación de empleos, que obliga al uso de los ahorros familiares y previsionales, cuyo volumen cae estrepitosamente, transformando el circuito en un círculo vicioso de decrecimiento y pobreza.
Finalmente, crisis social, mutada en el descrédito natural y/o promovido de las instituciones democráticas cuya función es la búsqueda de aquella mayor homogeneidad que da identidad al grupo y contiene la agresividad surgida de la desigualdad de derechos y oportunidades y, de paso, estimula esa autotutela defensiva que aísla, aumentando la actual fragmentación de grupos de interés e identidad, junto con la pérdida del sentido de colectivo, barrio, localidad, región y hasta de nacionalidad manifestada en la actual composición del parlamento, así como de la sociedad misma.
La libertad conseguida gracias a la democracia, a falta de conducción de esos colectivos y liderazgos de razón que le den sentido de largo plazo a los sueños particulares de ciudadanos libres e iguales en busca de sus propias metas y felicidad, obligan a marchar a las sociedades en crisis -entre oportunidades y amenazas- sobre aquella inestable cuerda floja que oscila entre la legítima autorrealización personal y familiar de cada quien y el narcisismo destructivo que, centrado en la propia imagen, ve a los otros no como legítimos otros, sino como instrumentos de su propia gloria, invadiendo así los ámbitos de libertad de los demás. En una era en la que la ausencia de política en el gran sentido -unida a la pérdida del sentido de trascendencia propio del re-ligare, también en decadencia- la natural deriva hacia el hedonismo termina por destruir el complejo equilibrio, tan propio de la buena política, entre los derechos individuales y las consecuentes responsabilidades hacia los otros, la comunidad y generaciones futuras que cada individuo libre debe saber sostener cuando logra superar la más cruda esclavitud al liberarse de sus propias pulsiones.
Es probable que, en términos muy generales, consideraciones de principios y valores como éstos no estén necesariamente presentes en las decisiones que adopten los millones de ciudadanos que estarán dibujando, con sus votos, la forma y color del nuevo acuerdo social que se busca redactar con miras a reemplazar el actual. Como se recordará, aquel fue rechazado masivamente en un plebiscito realizado en un momento histórico aún menos complejo que el actual -no obstante el chantaje de la revuelta del 18-O-, pero que, como prueba del espíritu nacional aún vigente, sus resultados terminaron por transformarse en una voz de alerta respecto de lo que se debiera esperar de esta nueva experiencia.
Esta vez, empero, se han adoptado las providencias para evitar que una libertad mal entendida y un narcisismo egocéntrico de quienes han tenido o tendrán la responsabilidad de redactar el nuevo contrato busquen insistir en la materialización de propuestas que la ciudadanía ya supo detener en seco el pasado 4 de septiembre. Una buena señal en esa dirección parece surgir de los llamados a votar nulo de una serie de organismos y colectividades de ultraizquierda, en el sentido que parecieran evidenciar que, dadas las actuales circunstancias, la nueva constitución responderá a los criterios republicanos tradicionales de mayorías democráticas y que en el plebiscito pasado reunieron a más del 62% de las voluntades, tornando ahora previsible una mayoría democrática convergente en las prácticas centenarias del país, de corte moderado, aliadas del progreso, madura y libertaria, que genere un texto que sea finalmente sancionado con altas mayorías en el plebiscito de salida.
La compleja experiencia a que se está exponiendo la civilidad chilena y sus actuales dirigencias políticas es una segunda y última oportunidad de demostrar la capacidad cívica de un pueblo de conseguir acuerdos sociales razonables y mayoritarios que den viabilidad al modelo de vida mayoritariamente practicado, en el largo plazo. Esta experiencia no solo pone al país en una coyuntura social y política en la que se medirá su madurez, sino que su fracaso demostraría la aún débil cualidad democrática, de libre pensamiento, expresión y opinión de una ciudadanía que, tras más de 40 años, no logra conseguir los mínimos comunes de convivencia que hagan posible superar una carta que, más allá de sus amplias y profundas modificaciones de los últimos 30 años, fue instalada e instituida de modo extraordinario por una institución de la república cuyo objetivo, no siendo totalmente ajeno a tal propósito, no corresponde a su esencia.
El eventual nuevo contrato social que se consiga sacará, pues, del camino esa serie de prejuicios sociopolíticos que han sido los lomos de toro que en los últimos años han trancado el paso nacional ante la persistente -aunque minoritaria- vigencia de ideas decimonónicas que insisten en retrotraer al país a etapas superadas, pero que contienen un cierto grado de religiosidad y ciega fe fanática que ha empedrado el camino al infierno a decenas de naciones en el mundo.
De conseguirse, la nueva carta no solo confirmará la existencia de mayorías maduras y satisfechas con el modelo político democrático liberal -como ya lo demostró el pasado 4-S-, quitando de en medio las permanentes excusas de ilegitimidad constitucional de algunos, al tiempo que, es de esperar que, una vez aprobada mayoritariamente la próxima, permitan la consolidación de una economía libre, abierta al mundo, dinámica, emprendedora, creativa y plural; un Estado eficiente y eficaz, respetuoso de los derechos humanos, pero también cultor exigente de los deberes; que facilite y no limite los esfuerzos de cada quien para conseguir sus objetivos personales o familiares en los más diversos ámbitos de actividad privada y pública, según respondan ciudadanos libres a demandas insatisfechas de sus coetáneos que pueden ser cubiertas por aquellos; que limite el peso de la carga tributaria sobre sus contribuyentes y cuide del endeudamiento a las generaciones futuras; una sociedad de respeto y promoción de la voluntad meritocrática, innovadora y creativa, que haga de Chile una nación en la que el valor proviene de la dignidad y esfuerzos de cada quien, instalando así, por varios decenios más, una democracia liberal estable, fuerte, participativa y de amplios consensos que vuelva a ser ejemplo y faro de libertad y progreso América latina y el mundo. (NP)