Las recientemente conocidas propuestas de normas constitucionales aprobadas por mayorías simples en diversas comisiones de la Convención respectiva muestran un mínimo común denominador que apunta a establecer nuevos equilibrios en las relaciones del poder que emergen de la ley actual y las riquezas naturales y creadas del país; unas, en tanto urgencias de protección de “derechos de la tierra”, sustentabilidad ecológica o tradiciones indígenas; otras, relativas al uso, goce y disposición de aquellas y su consiguiente impacto en el bienestar de las mayorías ciudadanas.
Propuestas como la nacionalización de la minería y riquezas estratégicas del país -por las que no se pagarían indemnizaciones-, caducidad de los derechos de aguas, revisión de tratados comerciales internacionales y retiro del Ciadi, control estatal de los medios de comunicación, unicameralidad, justicia territorial, remoción de jueces o pluralismo jurídico, así como aquel centenar de iniciativas populares de norma que consiguieron sobre 15 mil firmas y cuyos propósitos son proteger ahorros previsionales, el derecho a la propiedad privada, la soberanía personal, el libre emprendimiento o el reconocimiento constitucional al trabajo doméstico y de cuidados, tienen todos como foco dilemas de propiedad de bienes y servicios en los que se acusan asimetrías que, abordadas por el constituyente, buscarían un reequilibrio redistributivo del acceso a esa riqueza material y/o de reconocimiento social.
Aun cuando las propuestas se encuentran en una discusión interna y deben pasar la prueba del acuerdo de dos tercios de la Convención bajo el criterio de que “en el pedir no hay engaño”, las ajustadas aprobaciones en las propias comisiones muestran ya la dificultosa -aunque peligrosa- ruta para que tales propuestas avancen sin unos cambios sustantivos en que las partes negociadoras logren un punto de equidistancia entre ciertas legítimas demandas de cambio y los innegables derechos adquiridos de los afectados por las eventuales modificaciones.
Exacerbadas por un “octubrismo” casi delirante, las propuestas maximalistas conocidas parecen apuntar a derribar con explosivos los pilares en los que, estiman sus promotores, se fundaría aquel poder maligno de desigualdades que desean desmontar. Pero ¿qué es lo que realmente espera la gran mayoría del país como resultado del trabajo de los 154 convencionales? De otra parte, ¿Es legítimo que ciertos constituyentes inscriban en el nuevo contrato social civilizatorio normas que responden solo a su propio narcisismo identitario y voluntad discriminadora y presentarlas como representativas de “la ciudadanía” o “el pueblo”? y, en fin, ¿Podrá la amplia diversidad ciudadana elegida -que por lo demás posibilita los exabruptos citados- conseguir convergencias equidistantes entre demandas y derechos que, finalmente, sean un mínimo común que satisfaga los intereses, vocaciones y voluntades de la mayoría?
Por de pronto, los análisis culturales disponibles muestran que los chilenos mayoritariamente valoran vivir en un entorno de libertades individuales que beneficien a todos, sin distinción de raza, color, sexo, idioma, religión, opinión política, origen nacional o social, posición económica o nacimiento y que posibiliten la realización de proyectos personales y/o familiares sin más limitaciones que las impuestas por el consenso social respecto de aquellas actividades que lesionan los vínculos armónicos entre los ciudadanos y/o dispuestos por las leyes que los protegen del abuso del más fuerte en aspectos básicos de su desenvolvimiento como persona.
Allí están, por cierto, las libertades protegidas por la actual carta: de pensamiento, opinión, expresión y prensa; de movimiento dentro y fuera del país; de asociación y cooperación para la materialización de proyectos comunes en los más variados ámbitos del quehacer humano; la libertad de culto, de enseñanza y trabajo; los derechos a la vida y la seguridad personal; a vivir en un ambiente libre de contaminación, a la igualdad ante la ley y en el acceso a la justicia; el derecho a la propiedad, individual y colectiva, sin que nadie pueda ser privado de ella arbitrariamente. Es decir, un comportamiento social sustantivamente encauzado por las ideas de libertad, igualdad de oportunidades y equidad.
Y si esto es así, ¿Impactan la serie de propuestas convencionales más radicales sobre esas libertades y derechos actualmente protegidos por la constitución vigente?
Como se sabe, ha sido una aspiración de decenios la cuestión de la propiedad estatal de las riquezas naturales sitas en el territorio nacional. El cobre es un caso paradigmático. Pero tal voluntad ya está expresada en la actual carta al declarar que el Estado “tiene el dominio absoluto, exclusivo, inalienable e imprescriptible de todas las minas, arenas metalíferas, (…) y salares”. Se podrá alegar que dicho dominio no se manifiesta cuando el Estado concesiona dichas riquezas, perdiendo así éstas su real contribución social. Pero la constitución actual añade que los concesionarios “están sujetos a las obligaciones y limitaciones que la ley señale” y los obliga “a desarrollar la actividad necesaria para satisfacer el interés público que justifica su otorgamiento”.
A mayor abundamiento, y ante vivezas jurídicas referidas a indemnizaciones de derechos adquiridos a reclamar ante la justicia internacional -como el Ciadi, del cual se ha propuesto sacar al país-, la carta actual no solo protege a sus dueños contra tributos expropiatorios por parte de los gobiernos, sino que deja expreso que es “de competencia exclusiva de los tribunales ordinarios de justicia declarar la extinción de tales concesiones”, cuya titularidad “está protegida por la garantía constitucional”: de hecho todas las actuales concesiones mineras vigentes han sido conferidas por sentencia judicial.
Así y todo, la carta actual también otorga al Presidente de la República la capacidad de “poner término, en cualquier tiempo, sin expresión de causa y con la indemnización que corresponda, a las concesiones administrativas o a los contratos de operación relativos a explotaciones ubicadas en zonas declaradas de importancia para la seguridad nacional”.
Una situación similar se observa respecto de la propiedad de “los derechos de los particulares sobre las aguas” (que no sobre las aguas mismas) los que, estando “reconocidos o constituidos en conformidad a la ley, otorgarán a sus titulares la propiedad sobre dichos derechos”, o sea, también indemnizables y sin que nadie pueda ser privado de ellos arbitrariamente.
Es decir, más allá de que eventualmente, en un rapto de ciego nacionalismo, el país llegara a acordar mayoritariamente cambiar de modo unilateral los contratos anteriores y propendiera a la nacionalización (apropiación de su gestión por parte del Estado) de esas apetecidas riquezas, lo obvio es que el proceso implicaría costos en indemnizaciones multimillonarias que se deberían analizar a la luz de cuánto de esos recursos se recuperarían una vez materializada la expropiación y en qué tiempo, versus el impacto que tal acción tendría en el entorno mundial de inversionistas y sus efectos en las desviaciones de capital que esto significaría para la generación coetánea de la medida, en la sostenibilidad de programas sociales y en una real mejora en la calidad de vida de los ciudadanos que se pretende conseguir con dicha estatización.
Una decisión racional pone a los actuales ciudadanos en el dilema del almacenero: éste es dueño de un local exitoso, pero que ha arrendado. Para recibir mayores beneficios que el mero arrendamiento, puede comprarle el “derecho de llave” al arrendatario exitoso, aunque para ello, debe endeudarse. Entonces, adquirido el compromiso de débito enfrenta el riesgo de que el éxito no sea del local, sino de la buena gestión del arrendatario. Así, tras adquirir el buen flujo de ganancias mediante deudas, el propietario pudiera no hacerlo suficientemente rentable como para pagar lo debido, ni darle mayores recursos que los que le entregaba el arrendatario, perdiendo pan y pedazo. ¿Valdrá la pena el riesgo?
Y es que “ir por” riquezas naturales o creadas por privados para transferirlas a manos del Estado para “terminar con la explotación abusiva del recurso y el daño a la tierra” y “aumentar los ingresos para una mejor distribución de la riqueza territorial” no asegura ni uno ni otro objetivo y, en cambio, estresa a un par de generaciones que deberán producir los recursos necesarios para pagar las indemnizaciones, y en paralelo, sostener programas sociales y aumentar el consumo posible.
Entonces, si “nacionalizar” busca un mejor estándar de vida para los chilenos habría que analizar racionalmente dicha correlación de costo-beneficio, a no ser que el verdadero propósito no sea la mejora económica, sino conseguir mayor poder mediante la estatización y manejo político burocrático de esos medios de producción. Aunque, como se sabe, no obstante que los chilenos somos todos “accionistas” de Codelco y Enap, la parte fuerte de los dividendos son cobrados, preferentemente, por los accionistas “A”, es decir, quienes las administran, vía su designación por los políticos de turno.
Generar riqueza y creación de valor es una cualidad más propia de las sociedades de libre mercado que de las que concentran la actividad económica en manos de las burocracias estatales. Es en las sociedades libres, como muestra la experiencia internacional, donde la riqueza crece y fluye, dinámica e impersonal, haciendo posible que privados emprendan aventuras en la carrera espacial o éxitos de jóvenes emprendedores como los creadores de NotCo, Cornershop o Betterfly, cuyas iniciativas se valoran en miles de millones de dólares. Son riquezas y recursos que luego pagarán impuestos que el Estado podrá usar solidariamente para ajustar los desequilibrios en igualdad de ingresos que la libertad creadora produce.
De allí que, el sentido común de los chilenos, manifestado en cientos de encuestas, solo espera de los constituyentes un nuevo contrato social que reequilibre pragmáticamente ciertas áreas de la actividad cuya insatisfacción produce profundo malestar entre quienes las sufren, pues afectan demandas que, como salud, educación o previsión digna, cuando no son satisfechas oportunamente, la solución ex post pierde valor. Para el resto, la mayoría solo busca libertad e igualdad de oportunidades para sus proyectos, así como justicia para con sus esfuerzos laborales y creativos, teniendo aquella red de seguridad de beneficios básicos construidos solidariamente por el conjunto social debajo del duro trapecio de riesgos que la independencia conlleva.
Desde luego, quiere también vivir en un medioambiente libre de contaminación, sin zonas de sacrificio, cuidando la naturaleza, aunque en un equilibrio racional entre protección del entorno y la producción de bienes y servicios indispensables para una mejor calidad de vida: el sentido común sabe que “con plata de compran huevos”.
Para la gente de a pie, no incumbente, el problema no radica, pues, en participar del uso del poder político económico que surge de la riqueza que hoy se disputa en la Convención -sea éste de los empresarios y sus sequitos o del Estado y sus burocracias- sino, más bien, que los recursos que ambos componentes inevitables de la vida social pueden generar colaborativamente, fluyan y beneficien a la mayor cantidad de gente posible.
Esa mejor vida se puede conseguir mediante la libre participación de todos quienes desean emprender, desde lo pequeño a lo gigante, desde lo económico a lo cultural, a condición que el Estado, bajo reglas democráticas y de derecho, se concentre en sus tareas de seguridad externa e interna, recaudación de impuestos y subsidios focalizados en la superación de los desequilibrios sociales, impulsando así más actividad y producción de riqueza y valor necesarios, y no que intente abarcar tareas que corresponden a la sociedad civil y su libre iniciativa, desviando, además, recursos económicos que pueden ser destinados a mejores y más densos apoyos a los más vulnerables.
Este sentido común es posible, empero, siempre y cuando Chile siga siendo un Estado unitario, republicano y con real división de poderes, con una constitución, una ley y una ciudadanía común, y no un archipiélago de nacionalidades y territorios tribales de confusa definición étnica dado nuestro mestizaje, que emergen cuando aún ni siquiera la propia nación chilena ha logrado copar sus propios límites republicanos y muestra amplias y extensas áreas -verdaderas fronteras interiores- sin colonizar ni explotar. Menos aún mediante legislaciones varias, con justicias plurales, jueces fungibles y diversos que difieran o disientan de las formas jurídicas que adquieren los sanos vínculos ciudadanos consuetudinarios, permitiendo, por ejemplo, en unos casos, el castigo físico a las mujeres “para disciplinarlas” en la tradición de un pueblo original o un culto particular; o, en otros, defendiendo con dificultades sus derechos humanos a la libertad y la seguridad física, como lo hace toda democracia liberal occidental inspirada en los principios de la Carta Universal de los DD.HH. (NP)