¿Qué conductas resultan inaceptables -por contraproducentes- para el accidentado y prolongado esfuerzo humano por constituir ciudad, civitas o civilización, sociedades fraternas, colaborativas y plurales en las que, sin embargo, cada uno de sus miembros goce de plenos derechos, igualdad de oportunidades y libertad para desarrollar sus vidas según lo deseado o lo debido de acuerdo con sus respectivos universos culturales heredados o por edificar?
La diversidad propia de las ciudades como conjuntos de individuos que cohabitan un determinado territorio con el propósito de sobrevivir, procrear y crear, ha generado complicaciones difíciles de abordar ya desde sus más modestos inicios. En efecto, la paulatina convergencia de grupos familiares, clanes o tribus que la fueron componiendo como hábitat -cada quien con sus propios dioses, jerarquías, propósitos y proyectos de vida- complejizó las más simples normas que rigen los grupos pequeños -regidos por el amor filial- penetrando, reorganizando y renovando sus formas, costumbres y objetivos, al tiempo que haciendo indispensable, frente al conflicto, el uso de la razón y/o la fuerza para una convivencia viable y administración posible y transformando así dicha práctica en “política”, entendida como la ocupación de los ciudadanos respecto de un determinado “orden de la polis” que evite la guerra como “continuación de la política por otros medios”.
La complejidad de esos “órdenes”, según fuera el crecimiento de la ciudad y de sus habitantes, fue exigiendo geometrías y estructuras nuevas, así como mayores energías que, como para toda orgánica natural, evite la tendencia entrópica o hacia la desorganización de los sistemas. Obviamente, estas ordenaciones exigen de poder -capacidad de que otros hagan lo que desea quien lo detenta- fenómeno que, históricamente, se ha materializado regularmente mediante el uso la fuerza, conformando así sus respectivas elites.
Más reciente y civilizadamente, empero, proviene de consensos sociales que, entendida la dificultad de gobernar, con una población y diversidad crecientes, deben ser eficazmente coordinados para mejor integrar la voz y voluntad ciudadana, convocando liderazgos con autoridad que la representen de la mejor manera posible en la conducción de la ciudad. Con tal propósito, la democracia posibilita a las personas y/o grupos, derechos y libertades de reunión, expresión, opinión y elección que les permiten transferir informada, temporal y participativamente, ciertos aspectos de su voluntad, y que, en la forma del voto, se entrega a quienes dan mayor confianza o a aquellos con los que se tiene mayor identidad dentro de esa diversidad de ideas y propuestas que circulan en una sociedad libre, abierta y plural.
Transferir voluntad en la toma de decisiones respecto de los destinos de la ciudad, empero, conlleva siempre la amenaza de que, quienes asumen la responsabilidad de hacerlo, terminen conduciéndose en el ejercicio de ese poder de un modo no previsto por el transferente y que, impulsado por sus propios afectos, pulsiones o ideas, perturben los deseos, propósitos y perspectivas de sus mandantes. Por tal razón, los diversos grupos humanos han terminado convergiendo en que esa transferencia se realice con arreglo a reglas prescritas, es decir, ley o norma mediante, conocida y aprobada, contrato al cual, una vez consensuado, quedan sujetos todos los integrantes de la ciudad, sin excepción alguna de jerarquías, y en la que se indican qué derechos, deberes y prohibiciones tienen, tanto el servidor público, como los súbditos protegidos por esa ley y poder derivado. Nada muy distinto al acuerdo de reglamento de un simple partido de futbol, para sus jugadores, árbitros y espectadores.
Se evita de esa forma la tentación de que el poder transferido legítimamente por los ciudadanos se transforme en una ventaja que, usada discrecionalmente por el adquirente, lo mute en tirano, subvirtiendo los propósitos públicos de ese poder, es decir, fungido ya no con el objetivo de servir al pueblo, sino con metas propias, por ambición y/o caprichos personales. Es decir, para cuidarse del árbitro “saquero”.
De allí que las leyes que conducen la “ciudad” o el Estado democrático, representativo y de derecho, reconozcan como principio constitucional que “los hombres nacen libres e iguales en dignidad y derechos”. La sentencia pone barreras ontológicas a concepciones de poder político subsistentes que, bajo cualquier pretexto o circunstancia, pudieran aducir la pertinencia de normas, leyes o conductas que atenten contra la libertad e igualdad ciudadana convenida por el conjunto y que, desde tal perspectiva, se entienden anteriores al Estado mismo, porque forman parte de derechos larga y costosamente alcanzados por las luchas y el progreso de la humanidad; así como también parte inalienable del patrimonio de cada individuo, como agente social, pues son éstos los que, en definitiva, encarnan y experimentan las libertades clausuradas o las injusticias de todo tipo. No hay realmente “sociedades esclavizadas”, sino personas sometidas a esclavitud.
De ese respeto a la libertad, los derechos y dignidad humanas instalado, se deduce, pues, que en democracia nadie debe imponer y dominar a otra persona mediante el uso de la fuerza, constituyéndose ésta en la primera conducta que es inaceptable por contraproducente a los objetivos civilizatorios que la propia ciudad se ha dado como motivo fundacional y, por lo tanto, el gobierno del pueblo se obliga a excluir el uso de la violencia en las relaciones entre los ciudadanos y entre los ciudadanos y el Estado, dejando la resolución de los conflictos para ser procesados a través de las vías pacíficas dispuestas en el convenio social y las leyes que lo rigen. Se impiden, así, además, por extensión, las injusticias que surgen del abuso del poder omnímodo en manos de una persona, grupo o institucionalidad organizada con tal propósito, de modo que el poder del Estado se dispone para servir al ciudadano y no para que este sirva al Estado.
Al excluir la violencia como método de resolución de diferencias entre los ciudadanos y entre los ciudadanos y el Estado, y dado que la libertad que la democracia ofrece genera obvias diferencias de poder fáctico que no emergen necesariamente de la fuerza, sino de otras fuentes como el dinero, la representación religiosa, el conocimiento científico-técnico o el propiamente político, ciertos conflictos, aparentemente irresolubles frente a injusticias producto de esas asimetrías, siempre amenazarán con resucitarla. De allí que una segunda conducta inaceptable por contraproducente para los objetivos civilizatorios de ciudad es el no acatar de modo irrestricto y sin excepciones, la ley, que más allá de su conveniencia, debe ser obedecida hasta que haya sido derogada por razones de su impertinencia u obsolescencia a raíz de cambios de circunstancias, costumbres y/o mayorías.
Así, la calificación individual o grupal de una norma como injusta, no obstante el mérito circunstancial de tales reclamos -y más allá de las subjetividades propias de la percepción personal de justicia- no autoriza a ningún ciudadano o colectivo para trasgredir las leyes so pretexto del supuesto daño causado por su vigencia. En democracia se espera que la razón que se esgrime en su contra sea de tal entidad que, más temprano que tarde, una ciudadanía consciente y racional otorgará la mayoría necesaria para modificarla pacíficamente en las instituciones correspondientes y así ponerla a tono con la equidad demandada, único modo de sostener la armonía social. De allí que, ante la tentación de sobre utilizar el poder coyuntural que otorga a algunos ciudadanos el legislar en ciertos momentos de mayorías circunstanciales, no se debería olvidar aquel consejo según el cual el hacedor de leyes debe redactarlas recordando que aquella regirá su propia existencia y, por consiguiente, teniendo en cuenta las consecuencias de su aplicación cuando aquel deje de ocupar el puesto de privilegio y quede en el papel de súbdito u opositor de los Gobiernos que posteriormente la impondrán.
Extremos de violencia social, por más justificados que parezcan, resucitan la idea de que la fuerza es un medio efectivo para producir los cambios. Pero, por cierto, cuando ello ocurre, la violencia se acredita válida no solo para el trasgresor agraviado, sino para todos los sectores en disputa y, por consiguiente, aquella reacción hiere a la democracia en su esencia, pues ha fracasado en sus objetivos de paz, dejando, como en el pasado salvaje, al arbitrio del más poderoso la suerte de la resolución final del conflicto. Uno cuyo desenlace, por lo demás, tampoco asegura la restitución de la justicia buscada, sino eventualmente, hasta una mayor inequidad en un dilema que bien pudo ser superado por la vía del diálogo y la razón. Así, tras la violencia desatada, se habrá perdido no solo la justicia, sino la libertad, la igualdad y la fraternidad.
Una tercera y final conducta inaceptable por contraproducente para la sobrevivencia democrática es el abuso del poder real y formal, sea este el de la autoridad legítima, nominada o de miembros de la sociedad civil devenido de las diferencias que las libertades hacen emerger como consecuencia de su mayor éxito en áreas como el dinero, el carisma político, el mando religioso y/o la relevancia académico-científico-técnica. Tales abusos no solo empequeñecen al poderoso circunstancial en su eventualmente bien ganada jerarquía, sino que humilla o indigna a quienes se ubican bajo su posición cuando el aprovechamiento de su poder se expresa irrespetuosa e indignamente.
“Libres e iguales en dignidad y derechos” releva, pues, una dimensión ética moderna que valora y hace merecedor (digno o valorable) de “dedicada observación” o respeto (respectus, atención o consideración) a cada uno de los integrantes de la especie humana por el solo hecho de serlo, principio que, por lo demás, está en la base del sistema de derechos consensuado por las naciones victoriosas de la II Guerra -en la que el inevitable uso de la fuerza en defensa de la libertad, talvez el único legítimo, se impuso a la barbarie e intolerancia- y que permitió dejar establecido el conjunto de libertades asentadas en la Carta Universal de Derechos Humanos.
La derivada obvia de tal mandato es, por consiguiente, la no discriminación de ningún ser humano por sus ideas, raza, género, posición social, cultura, profesión u oficio, religión o edad, circunstancias que invitan a convivir en la diversidad que caracteriza a la democracia liberal, plural y abierta al mundo y que llama a practicar como conducta habitual el afecto y la fraternidad social o, al menos, la tolerancia por lo distinto.
Pero dado que el acuerdo de excluir la violencia como medio de imposición de la propia voluntad; que acatar la ley vigente o descartar el uso abusivo de los poderes no siempre disciplinan y terminan con las conductas atrabiliarias, la sociedad organizada en un Estado de Derecho requiere aún del inevitable uso de la fuerza legalmente instalada, que opere como ultima ratio, que arbitre y proteja a quienes cumplen con las normas, de aquellos que, con pertinacia, las desobedecen. (Quousque tandem abutere Catilina paciencia nostra). Surge, así, la necesidad de “policía”, cuya función “política” (ambos derivados de polis) es el “buen orden de la sociedad”.
Como es obvio, el uso de dicha fuerza implica también, necesariamente, grados de violencia, por lo cual, para diferenciarla de la irreflexiva, indiscriminada y/o delictual y se repute legítima y aceptada, debe ser regulada, evitando su uso desproporcionado, aunque, por cierto, aquello nunca impida que, si en opinión del eventual agraviado por la fuerza del Estado, ésta haya sido descomedida, tal percepción no deba ser contemplada, pues la democracia aspira a que todos tengan acceso a una debida justicia y a la proporcionalidad racional entre falta y reparación.
De allí que, en la república -término infaustamente también puesto en discusión constitucional- los poderes ejecutivo, legislativo y judicial, encarnados otrora en la persona del rey, se hayan dividido, otorgando a todo ciudadano ofendido por la autoridad o un otro, la certeza de la no discrecionalidad y el derecho a demandar justicia ante un poder autónomo y distinto al del Gobierno eventualmente ofensor, papel que, en las democracias, cumplen tribunales independientes, siguiendo la letra y espíritu de leyes discutidas, acordadas y redactadas por los propios representantes ciudadanos, en el poder Legislativo. Es decir, aplicando justicia bajo normas que se ponderan, con razón o no, resultado de una convergencia amplia de opiniones de los diversos sectores representados en él, no obstante las desconfianzas que, recientes develaciones de malas prácticas entre política y dinero, arrojaran sobre esas orgánicas, dañando la honra de sus muchos integrantes inocentes, así como la eficacia y prestigio institucional de aquellas regidas también por las citadas normas ahora en proceso de revisión.
Una Constitución que asegure que las personas que conforman una república democrática, organizada como Estado de Derecho, en la que cohabitan individuos, grupos y naciones muy diversas y que excluyen de sus vínculos el uso de la violencia para imponer sus puntos de vista, que se comprometen a acatar los principios, normas y leyes que sus representantes acuerdan y en la que los poderes de todo tipo eviten hacer uso abusivo de las prerrogativas que le dan la autoridad delegada o las ventajas que la libertad les brinda, asegura un modo de vida estable y armónico, pues posibilita que cada quien pueda construir libremente sus propios proyectos de acuerdo a sus capacidades y trabajo, sin el temor de que una autoridad política discrecional o un poder civil desbocado pueda imponer objetivos distintos a los propios, restándoles libertad y fuerza creativa al conjunto social.
Validar la violencia, no respetar las normas y abusar del poder se parece mucho al “orden” monárquico señorial del cual el liberalismo y sus principios hicieron posible escapar para conformar un nuevo mundo de libertad, igualdad y fraternidad, unos principios fundantes de la democracia moderna y del Estado de Derecho que, es de esperar, no terminen execrados de la redacción de la nueva carta en discusión.
Porque, si bien las instituciones creadas por la democracia republicana funcionan según la calidad de quienes las componen y son éstos, en rigor, quienes deben ser juzgados en lo factual en el ámbito en el que las operan, sea por su eventual irrespeto a las normas o interpretaciones mañosas de las mismas, la existencia jurídica de tales instituciones, más allá de las debilidades propias de la creación humana, tiene una vigencia que habitualmente rebasa la vida de sus componentes circunstanciales y temporales y, por consiguiente, son pasibles de perfeccionamientos paulatinos y progresivos. Tal cualidad no es trivial en la medida que son las instituciones republicanas las que verdaderamente encauzan, de mejor o peor manera según haya sido su factura, las conductas que dan estabilidad a la convivencia de las generaciones que componen el Estado nación actual y futuro, así como a las mejores o peores expectativas respecto de sus potencialidades de desarrollo y progreso futuro. (NP)