Estudios antropológicos y psicosociales informan que la especie humana parece desenvolverse en una permanente tensión entre pulsos, intereses, vocaciones y voluntades que emergen de su identidad hereditaria individual y comportamientos que, culturalmente incorporados, comparte con sus grupos familiares y de adhesión inmediatos o mediatos en los que el sentimiento de confianza resulta sustantivo para la aceptación o rechazo de esos vínculos y los nuevos.
A mayor abundamiento, recientes investigaciones biogenéticas han podido establecer que dicha confianza puede ser directa o vicaria, constatándose que la primera tiene ciertas limitaciones biológicas estructurales, al parecer adecuadas a la conformación de grupos familiares o conjuntos de aquellos (clanes o tribus). Es decir, los individuos contarían con una capacidad genética restringida a un número relativamente pequeño -hasta alrededor de 200- de confianza directa en otros sujetos, mientras que el resto de sus relaciones se irían construyendo en forma secundaria a través de la intervención de alguno que, conociendo a un otro, ese primero confía.
Así las cosas, resulta consistente que el comportamiento de las personas en sociedades mayores a la familia -e incluso a veces dentro de ella- se desenvuelva en una persistente lucha de afectos y desafectos, confianzas y desconfianzas entre individuos y grupos de lealtades de los que la historia muestra persistentemente y en los que la confianza, infaustamente, parece ser el bien menos abundante, especialmente cuando se trata de relaciones establecidas con objetivos de poder.
En efecto, la conformación de grupos de propósitos y acción en lo cultural, político, social o económico se inicia con la gestión de un pequeño conjunto de individuos que han establecido confianzas básicas en sus relaciones. Este hecho facilita su interacción y lo hace más eficiente al no haber necesidad de desgastar energías en control o supervisión de cada una de las tareas que el resto de los participantes realiza. Se supone, por confianza, que cada quien hará lo que ha prometido sin cometer engaños, ni faltas en su labor y honor.
El grupo, gracias a su eficiencia, eficacia y consiguiente éxito, logra extenderse, pero las confianzas originales comienzan a intermediarse hasta el punto en el que la tercerización perceptible o confianza vicaria (“es amigo de…”) se pierde en la incrementada malla de vínculos. Se inicia, así, una reorganización que facilita la conformación de camarillas, disidencia, bandos o facciones que se agrupan basadas en la reinstalación de confianzas distintas a la original, aunque con idénticas limitaciones a la inicial.
Una vez que dicho grupo, a su turno, logra extender su influencia, alcanzará también el limite biogenético estructural citado, iniciándose una nueva orgánica de confianzas que, si bien se mantendrá -eventualmente- unida a la original y a otras secundarias, establecerá las suyas propias hasta el número máximo de coparticipes e intentará, vía competencia y/o colaboración, ir imponiendo las ideas que, racionalizando los motivos de su distinción, “explican” los motivos de su diferenciación con otros grupos o dirigencias a las que disputará su poder o influencia sobre el propósito que dio origen al conjunto.
La confianza simplifica las relaciones sociales porque es una suerte de hipótesis sobre la conducta esperada o futura de otro, pero que exige refuerzo en las acciones y valores que el otro manifiesta. Es decir, se trata de creencias en que cierta persona o grupo actuará de la manera adecuada en una determinada circunstancia, teniendo, como indica su raíz latina “total fe o lealtad” en su respuesta. La confianza es una apuesta consistente en no temer el perder control sobre ese otro, tal como se confía al subir a un avión en un piloto que se desconoce, pero respecto de cuya línea aérea se ha recibido el aval de alguien de su grupo de lealtades afectivas. Tal es la relevancia de las confianzas directas y/o vicarias.
De allí que la función “confianza” en agrupaciones tan extensas como las naciones o países sea de tan difícil y delicada administración: se trata de enormes cantidades de grupos de lealtades con diversidad de propósitos e ideas sobre su entorno y los otros, pero que mantienen cierta unidad a través de “enlaces de confianzas individuales” que, en cada uno de ellos, operan como puentes (pontífices), pero que, dañada la fe en ese vínculo, aquella se rompe para el conjunto de los grupos de lealtad antes limitadamente relacionados .
La propia definición de confianza es expresiva de esta dificultad. En sus diversas acepciones, confiar es “Encargar o poner al cuidado de alguien algún negocio u otra cosa (vg. el Estado); Depositar en alguien, sin más seguridad que la buena fe y la opinión que de él se tiene, la hacienda, el secreto o cualquier otra cosa; Dar esperanza a alguien de que conseguirá lo que desea y/o; Esperar con firmeza y seguridad, es decir, tener esperanza.
Por eso, así como aquella se deposita, también se retira, fenómeno que no solo importa desilusión de uno (s) respecto de otro (s), sino, más grave políticamente, la ruptura de los lazos de esa fina cadena de vínculos sociales que hacen de la conducta del conjunto un sistema de comportamientos más o menos sanos, eficaces, armónicos y esperanzadores.
Recientemente, la ciudadanía ha brindado mayoritariamente su confianza a un nuevo Presidente de la República, poniendo en él “esperanza” de ajustes que respondan a un conjunto de aspiraciones sociales y respecto de las cuales el nuevo mandatario ha “dado fe” que las llevará a cabo. Se ha comportado así con la “firmeza y seguridad” en que “conseguirá lo que se desea” al encargarle “el cuidado del Estado y la Hacienda”, “sin más seguridad que la buena fe y la opinión que de él se tiene”. Tamaña tarea que, es de esperar, tanto el mandatario como los grupos de lealtades dominantes consigan materializar mediante una activa gestión de las confianzas que permitan retejer la compleja y enmarañada red de vínculos directos y vicarios que hacen posible una sociedad más progresista, armónica, con paz y esperanza.
Esta monumental tarea importa un papel muy relevante de quienes, históricamente, han tenido la capacidad de enlazar confianzas entre grupos de lealtades que se ubican en las antípodas y que, por razones sociales, culturales o económicas, sus grupos de afinidad prácticamente no cuentan con vínculo vicario alguno que posibilite la creación de esas confianzas necesarias para reducir el temor de no tener control sobre el comportamiento de los otros y que generan aquellos relatos hiperbólicos de acusaciones sobre las supuestas características de unos y otros, alejándolos aún más.
Chile se enfrenta a una encrucijada en la que, junto con un nuevo Gobierno y Parlamento, compuesto por una amplia diversidad de grupos con sus respectivos objetivos y, por consiguiente, con posibilidades de enriquecimiento mutuo o de lucha descarnada por imponer su poder, tiene, además, a otros grupos de lealtades en proceso de redacción de un nuevo contrato social que diseñará las formas que adoptará la confianza institucional mediante las cuales se regirán los ciudadanos del país. Demás parece señalar que ni al antiguo orden de cosas (sus grupos y estructuras pertinentes), ni al emergente, con sus propios colectivos de pertenencia y proyectos, conviene una mayor ruptura de los lazos de relación de la ya deteriorada malla de relaciones sociales que muestra el país.
Redactar una constitución que represente efectivamente “la casa de todos”, sus mayorías y minorías, es, también, condición sine qua non para comenzar a reestablecer los deteriorados lazos actuales de un modo distinto, aunque fundados sobre la masiva red de relaciones que la ciudadanía ha tejido por sí misma en los últimos decenios. Cualquier otro camino implica una confrontación de intereses que -en un entorno de crisis económica y sanitaria- puede alcanzar niveles aciagos y, además, perder la “esperanza” de materializar soluciones a las demandas que lo llevaron a la Presidencia, ni que, por otro lado, se puedan reinstalar las anteriores confianzas, basadas en el antiguo contrato social.
Un total de 4,6 millones de ciudadanos pusieron su esperanza en que el nuevo Presidente hará todo lo que esté en sus manos para avanzar en la superación de las insuficiencias pregonadas; y otros tantos, ubicaron con sus votos en el Congreso a dos centenares de personas que representan los grupos de lealtad que prevalecen, con propósitos distintos, pero que, en el pasado reciente, mostraron que se puede “paso a paso” ir dando soluciones “en la medida de lo posible” mediante la siempre compleja convergencia en la “mitad de la diferencia”. Una política de negociaciones lentas, pero efectivas, aunque siempre insuficientes para cada actor en litigio. Aun así, infinitamente mejor que la confrontación y destrucción propia de la “ultima ratio”: la violencia.
Nada de aquello ha cambiado realmente, solo que quienes ayer pusieron en tela de juicio la lentitud y sinceridad con que los anteriores grupos llevaron a cabo las tareas de cambio necesarias, deberán asumir ahora sus propios tiempos y posibilidades. Tienen, empero, la ventaja de la novedad y que las redes de vinculación que sus grupos de apoyo han forjado en el último decenio, deberían ser canales eficientes para comunicar las razones de las propias insuficiencias en cantidad, calidad y tiempo que con seguridad deberá encarar el próximo gobierno. También, desde luego, el hecho de que cuentan con la confianza en su rectitud, sinceridad y honestidad que, en muchos casos, injustamente, se les restó a buena parte de las anteriores dirigencias y que, en otros, aún siendo de reciente emergencia, han mostrado con toda su fealdad la debilidad humana en alguno de sus integrantes.
La ciudadanía espera cambios con orden y moderación y, en especial, sin la irracional conducta que arrastra a la violencia y que ésta, desatada, reproduce y multiplica. En las democracias liberales cada quien, con sus grupos de pertenencia y lealtades, tiene sus proyectos de vida. Ella abre los espacios para que puedan llevarlos a cabo, sin mayores interferencias de la autoridad, con la sola condición de cumplir los acuerdos y prohibiciones a los que se ha llegado socialmente. Pero colocar la última piedra de la pirámide requiere siempre trabajar sobre los cimientos y ubicación de las piedras anteriores, ajustando las mal colocadas y llenando los vacíos de las que no se pusieron.
Volver a tener fe en el otro, no obstante nuestras predeterminaciones genéticas, no está, pues, necesariamente, definido, pues siempre habrá algún pontífice que avalará la fe que tiene en un particular otro de grupos ajenos. Es también, y principalmente, una cuestión de voluntad y predisposición política y humana a atender y escuchar; a no esquivar sus razones con excusas sibilinas o por simples conveniencias de poder, sino proponerse a crear más fe en cada quien mediante el diálogo y convencimiento (vencer con el otro). Con argumentos mejores, hasta que la razón se haga costumbre. La fe, contrariamente a lo que comúnmente se afirma, no es enemiga de la razón. Por el contrario, siempre se requiere de aquella para que la razón vea luz. Todos los días, en cada acto de intercambio, tenemos fe en que lo intercambiado es lo que el otro dice que es. No en vano, aquel nacido el 25 de diciembre pasado, hace ya 2.021 años, abogó por el amor de unos a otros y, especialmente, por una salvación que solo es posible en la fe. (NP)