Editorial NP: Constitución: Individualistas vs Colectivistas

Editorial NP: Constitución: Individualistas vs Colectivistas

Compartir

El colectivismo ideológico expresado en los diversos estatismos vigentes suele confundir la idea de lo individual con “individualismo”, entendido éste como una conducta opuesta a lo “social” y marcada por las pulsiones egoístas y/o egocéntricas, que despreciarían la connatural solidaridad de la especie. Nada más erróneo.

La idea de lo individual tiene un origen más dilecto del que le atribuyen sus críticos, pues en su raíz se encuentra el concepto de lo “indivisible”, es decir, para el caso de la especie humana, en la “persona”, término que, a contar de la cristología de los siglos IV y V, manifiesta la “singularidad” de cada individuo contenido en dicho orden, en oposición al concepto de “naturaleza humana”, que expresa lo que eventualmente sería común a todos ellos.

Siendo, pues, el individuo humano la especial persona cuyas características particulares lo hacen único en el conjunto, e indivisible en sus prerrogativas, se deduce que aquel posee un valor superior en su peculiaridad y, por tanto, tiene primacía en el derecho a la existencia, a la vida y la dignidad, de modo anterior a cualquier acuerdo que involucre la coordinación de voluntades de un conjunto mayor de individuos, es decir, el gremio, asociación o Estado.

Los individuos, de hecho, son lo único material del fenómeno propiamente biológico, pues, la “naturaleza humana”, el “gremio” o el “Estado”, es decir, lo “social”, son abstracciones derivadas de su biología, sus pulsiones, emociones y deseos animales que se estructuran -en un segundo plano de experiencias- a través del vínculo del individuo con su grupo bio-familiar primero -y posteriormente, con otras asociaciones intermedias- mediante el habla que, vía las generalizaciones que posibilitan los términos y conceptos de su lengua madre, produce los discursos lingüísticos preponderantes y normativos del grupo de poder instalado que constituye sociedad.

Puesto el acento en la defensa de esa persona y sus organizaciones intermedias (la sociedad civil) -más que sobre el “Estado soberano”- como espacios de realización del individuo y protección de sus libertades, es desde tal base axiomática sobre la cual se funda la idea de las democracias liberales, para las cuales “los hombres nacen libres e iguales en dignidad y derechos”.

Se trata de una obviedad proclamada hoy por “moros y cristianos”, pero que no lo era hasta hace pocos siglos -y que en algunos relatos herederos de Hobbes o Rousseau se mantiene-, cuando los discursos preponderantes desviaron el centro de sus preocupaciones desde la “persona” hacia lo “social”, caracterizando la existencia individual -la única que experimenta-, como de inferior entidad que la de la estructura de poder institucionalizada que se definió, según los tiempos, como “clan”, “raza”, “nación”, “patria”, “clase”, “partido”, “religión verdadera”, “voluntad divina” o “voluntad popular”.

Es cierto que una evolución lógica hiperbolizada del “individuo soberano” arrastra hacia una concepción de una vida sin instituciones u orgánicas superiores a la voluntad de las personas, un arrebato del lenguaje que no solo desprecia el papel “socializador” de la familia y el grupo mayor al que aquella pertenece para sobrevivir, sino que lleva a la “anarquía”, entendida ésta no solo como la ausencia del “Estado” como instrumento de dominación o arbitraje de quienes alcanzan lugar en la cúspide de aquel aparato burocrático, sino también como cierta libre disposición del uso y abuso de la voluntad de cada quien, sin normas mediante, lo que inevitablemente deviene en caos y, en algún momento, en la imposición de la voluntad del más fuerte, tras el lapso de “ley de la selva”.

Situaciones históricas de tal naturaleza se produjeron, v.gr., durante la llamada “Edad Media” que, tras el derrumbe del Imperio Romano, culminó concentrando el poder político, economico, social y cultural en los “señores feudales”, despiadados guerreros que, tras interminables guerras territoriales y transformados en monarcas absolutos, velaban por la “salvación” y “felicidad” de sus pueblos, aunque a costa de aplastar las eventuales ideas de felicidad y proyectos individuales de sus siervos, lo que finalmente impulsó los cambios que terminaron con ellos.

Espueleados por la infinita necesidad, el inevitable desarrollo del conocimiento, de las ciencias y técnicas, la irrupción de la revolución industrial; los gritos de libertad, igualdad y fraternidad de las revoluciones francesas de 1789 y 1830; la Carta de Derechos de EE.UU. de 1791 y, en fin, el avance hacia la modernidad y llegada del siglo XX con sus respectivas Guerras Mundiales en que se enfrentaron sistemas sociales caracterizados por sus tendencias a la concentración o la dispersión del poder político y económico, nació y creció la moderna democracia liberal que hoy extiende sus virtudes por buena parte de las naciones del orbe.

Protegiendo, pues, las libertades personales, la democracia liberal -distinta a la iliberal, autoritaria o popular que siguen entendiendo al Estado como rector de la vida de sus súbditos a la manera monárquica- no solo ha puesto énfasis en cuidar la relación social de sus participes, fundada en las convergencias libres y naturales de la sociedad civil y una obediencia debida a las leyes surgidas de los acuerdos mayoritarios y división de poderes; sino también en la protección de los derechos de las minorías de los peligros de la “dictadura de las mayorías”, elaborando instituciones contramayoritarias -como el Tribunal Constitucional- u otras que evitan el abuso por parte de los detentadores del poder político, como la autonomía del Banco Central, independencia de la Contraloría General o Defensoría del Pueblo.

Esas precauciones contra los abusos de la corrupción del poder llevaron también, en lo civil, a legislaciones antimonopolios, anticolusión y transparencia informativa contra las arbitrariedades de poderes ultraconcentrados, de manera de evitar la reiteración de los vicios de sociedades anteriores en las que las profundas desigualdades ocasionaron trastornos sociales que costaron millones de vidas humanas. Porque si bien el “dulce comercio” ayuda al conocimiento y colaboración entre las personas, facilitando la supervivencia, la socialización y solidaridad, dado que el intercambio es realizado por individuos que son racionales, pero también emocionales, puede ser motivo de profundas desavenencias que, más de alguna vez, han culminado en el quiebre de la utopía de paz perfecta bajo el influjo de la supuesta equidad de los mercados.

Así y todo, es menester constatar que buena parte de esos desacuerdos emergen cuando la naturaleza de los mercados -cuyo propósito es maximizar el uso de la información socialmente disponible mediante la coordinación libre y espontánea de los agentes en base a los precios de intercambio- es interferida por las voluntades políticas que aprecian inequidades en ellos. Entonces, lo “político social” irrumpe desde el Estado mediante prohibiciones al comercio, aranceles aduaneros, cortapisas paraarancelarias, fijaciones de precio, de sueldos o impuestos para reestablecer las asimetrías, sea respecto de la competencia internacional o la interna. Lo “social” -como voluntad política- gana así prestigio entre los beneficiarios de su intervención, aunque lo pierde para los perjudicados.

Pero, mediados los vínculos sociales por la voluntad política, lo que el individuo experimenta no es ya una clara correlación entre el acto personal y sus consecuencias. Más bien, muestra perplejidad porque sus esfuerzos parecen no corresponderse con los resultados. Se obliga, pues, a reinterpretar su entorno con arreglo al discurso preponderante, cayendo en la trampa de lo “socialmente correcto”, que no es otra cosa que la racionalización de la voluntad de elites en competencia imponiendo estrategias de poder surgidas desde ellas mismas. Así, tras el fracaso de la “ingeniería” política sobre el “cruel mercado”, viene la desilusión del beneficiario y el discurso que lo validó pierde vigor, produciéndose distanciamiento y rencor ciudadano respecto de sus “benefactores”.

Es pues, en el plano de lo individual, en aquella enorme variedad y diversidad existente en las sociedades libres, que cada quien experimenta “lo que es”, aun con sus diferentes interpretaciones sobre el impacto en libertades y derechos. Porque, si bien el relato social aglutina percepciones estimulando determinadas conductas grupales, la “sociedad” -como término para denominar al conjunto de personas reunidas bajo un propósito común- no puede “sentir” la libertad.

En definitiva, es desde la libertad individual que las personas experimentan la correlación virtuosa de causas y consecuencias de sus actos, de ese vínculo irrevocable entre deberes y derechos. Así, para ser socialmente efectivas y autónomas -que no represivas, ni dictadas a cada paso por el ente rector “que guía nuestros pensamientos”- las normas que aseguran derechos y sus deberes correlativos deben encarnar en los individuos accediendo éstos voluntariamente a obedecer los acuerdos que el conjunto se ha dado. La responsabilidad personal inseminada por lo “social” limita el compromiso de cada uno respecto de las conductas que millones de actos individuales diarios terminan por instalar como lo real. Al modo de Fuenteovejuna, lo “social” se torna en excusa para la irresponsabilidad y desapego personal.

Por eso, el Estado subsidiario al que, por lógica razón, adhieren las democracias liberales, no invade ni reemplaza las acciones que pueden llevar a cabo las personas u organizaciones de la sociedad civil en función de sus propósitos. Pero al mismo tiempo, interviene cuando es necesario suplir requerimientos que la vida en común exige y de los que ciertas personas circunstancialmente carecen, facilitando, a la vez, la acción de las personas o grupos intermedios que buscan solidarizar con ellos, mirando la armonía del conjunto.

Como bien señala el Art. 187 del Compendio de Doctrina Social de la Iglesia Católica del Pontificio Consejo “Justicia y Paz”, “al intervenir directamente y quitar responsabilidad a la sociedad (civil), el Estado asistencial provoca la pérdida de energías humanas y el aumento exagerado de los aparatos públicos, dominados por lógicas burocráticas más que por la preocupación de servir a los usuarios, con enorme crecimiento de los gastos”.

De allí que, para las democracias liberales, el Estado subsidiario requiere contar con una administración de Justicia eficaz, pareja, imparcial y financiada, cuyos fallos no hagan diferencias odiosas surgidas ideológicamente desde lo “social”, porque las personas no responden consistentemente a una especial y precisa concepción del mundo, ni siquiera en los Estados “rectores”. Requiere pues de una Justicia que castigue la trasgresión, pero nunca las ideas.

También exige de un Congreso cuidadoso, consistente y consciente en la elaboración de las leyes, pues regirán la conducta de hombres y mujeres que se someterán a sus dictados. Un parlamento que entienda que se trata de normas que obligarán a personas cuya libertad y dignidad tiene primacía y merece respeto. Que son individuos que acatarán las reglas en el entendido que el Estado solo busca facilitarles la materialización de sus sueños, mediante su propio esfuerzo y libre iniciativa, pudiendo intercambiar, sin trabas, bienes y talentos que los beneficien a ellos y la sociedad en la que cohabitan.

No se ve, pues, en este modo de vivir lo individual, nada que se parezca a “individualismo” o “egoísmo”, sino un profundo deseo y voluntad de alcanzar los propios objetivos, asociándose, aunque, al mismo tiempo, debiendo reconocer la dignidad de lo especial que hay en cada uno de quienes componen el conjunto, todo lo cual solo es posible mediante la tolerancia por las particularidades del otro. La subsidiariedad connatural al Estado democrático liberal y de Derecho provee, pues, de la alternativa conceptual a la antigua y totalitaria idea de soberanía del Estado rector hobbesiano, pues busca integrar la pluralidad y diversidad de las relaciones humanas en una su más amplia variedad de personas y orgánicas intermedias, lo que, por lo demás, es característica de la horizontalidad y ductilidad que requiere la nueva sociedad de la información que emerge.

Lo “social”, en general -y las sociedades democrático-liberales, también- impone cargas sobre los individuos que invariablemente afectan sus pulsiones biológicas, intereses culturales y/o voluntades políticas, tal como lo hace cualquier configuración grupal que tenga una determinada estructura de poder. Es el costo inevitable a pagar para evitar el retorno al “estado de naturaleza” y poder encarar una supervivencia civilizada y más armónica.

Esa sana convivencia entre personas que libremente deciden respetar el “orden”, guardando fielmente sus leyes y normas, pero que, aun así, siguen valorando sus propias metas individuales por sobre cualquier proyecto impuesto desde un Estado rector, supera por lejos el concepto de “egoísmo” que, por el contrario -al viejo estilo monárquico– buscan imponer de modo egocéntrico quienes creen en una exclusiva y única manera de ver el mundo, enarbolando lo “social” como estandarte de lo colectivo y sinónimo de “solidario”, pero que resulta profundamente castrador de la creatividad individual que, como lo muestra la historia, hace crecer a las personas y los países.

Los hombres y mujeres libres aceptan libremente las cargas que el Estado civilizador impone para, precisamente, generar, en paz, la asociatividad creativa e intercambio enriquecedor, lo que, por la propia esencia de la libertad, crea desigualdades. Pero no parece aceptable que, utilizando el poder civilizador del Estado, individuos encaramados en él y con la fuerza de sus reglas, so pretexto de lo “social”, restrinjan más allá de lo indispensable las libertades, restándole, a través de leyes y reglamentos, derechos y recursos que utilizarían para sus propios sueños, amén de arrebatar la dignidad a quienes, sin muchas veces requerirlo, van poco a poco transformándose en beneficiarios de dádivas fiscales que, con recursos de los propios ciudadanos, “generosamente” devuelven los operadores del poder político cuando aquel se corrompe y germina ese destino manifiesto de inevitable frustración y propio derrumbe tras haber sustituido la responsabilidad personal.

Más bien harían en abrir aún mayores espacios de libertad a la actividad creadora e innovadora de las personas, facilitándoles abordar sus propios proyectos de vida y asumiendo responsablemente sus propios desafíos, eliminando el exceso de carga burocrático estatal no indispensable, reduciendo los gastos fiscales inútiles y, eso sí, ayudando subsidiariamente a revitalizar la responsabilidad y autonomía de emprendimientos de miles de pequeñas empresas que la pandemia puso en hibernación.

De allí que resulte contradictorio que quienes enarbolan derechos y libertades pudieran terminar redactando una nueva carta constitucional que entregue aún más potestad al grupo de personas que ocupa y/o ocupará puestos de autoridad en el Estado, otorgándoles más poder rector sobre los sueños y proyectos de cada quien, so pretexto de una supuesta “solidaridad” colectiva. A no ser que quienes persigan ese mayor empoderamiento estatal y su soberanía sobre la sociedad civil estimen que serán ellos mismos quienes impondrán desde aquel sus reglas. Nada menos social. Nada menos colectivo. Nada más egoísta. (NP)

Dejar una respuesta