Desde el término de la Edad Media en que la administración del poder político radicaba en pocas manos de príncipes guerreros y que las diferencias internas y externas tendían a resolverse mediante el uso de la fuerza -o lo que los romanos llamaron, no sin razón, como “la ultima ratio”-, la política ha ido entregando al discurso o relato -que articula los deseos, expectativas, opiniones, juicios y argumentos enlazados de mejor o peor manera- el papel principal para la gobernanza por parte del poder instalado, así como el de sus desafiantes.
La democracia liberal como modelo de organización política de conjuntos grandes de personas, cuyo propósito es otorgar un entorno normativo que permita a cada cual desarrollar sus propios proyectos de vida sin cuestionamientos de la autoridad -con la condición de que cada cual cumpla acatando las prohibiciones y reglas que rigen la convivencia social del conjunto-, ha puesto en primerísimo lugar la herramienta del lenguaje, sus juicios de realidad y hermenéuticas individuales y grupales, como mecanismos de alineamiento, convicción y guía para la acción, buscando superar aquel uso de la violencia como método de imposición de ciertas miradas específicas de la realidad.
La imposición soberana que emergía de la idea de que el poder político provenía de Dios y que quienes lo ostentaban estaban bendecidos por aquel toque superior, surgía del axioma según el cual la voluntad divina era, por cierto, infalible y, por consiguiente, también la del príncipe, quien ocupaba aquel lugar de privilegio representándolo en la Tierra. El discurso así planteado no solo permitía una “gobernanza” poderosamente anclada en las mentes de los súbditos, sino que inundaba la propia percepción de realidad del gobernante, haciendo más bien superfluo el uso del lenguaje seductor para sostener el poder, aunque, desde luego, más temprano que tarde emergieran relatos de contrapoderes entre quienes, revisando las conductas del príncipe, se sentían llamados por la misma divinidad a desafiar su poder, ilegitimado por su desobediencia moral y corrupción egotista e injusta.
Y si en la edad media el fundamento moral radicaba en las reflexiones de las Iglesias, sus santos y guías, así como en la justa doctrina interpretativa de los textos sagrados que aquellos difundían, en las democracias, hijas del positivismo de los siglos XVII-XVIII y XIX, la invasión de las ciencias en todos los ámbitos del saber y el laicismo impulsado por las revoluciones francesa y norteamericana trasladaron los Diez Mandamientos y el conjunto de normas y reglas éticas contenidas en los libros sagrados judeocristianos, a reglas y edictos surgidos de la voluntad del pueblo, a través de sus representantes en los parlamentos, así como a cartas de fundamentos apuntadas a establecer políticamente sociedades libres y de derechos humanos cuya versión europea se instaló formalmente el 26 de agosto de 1789, cuando la Asamblea Nacional Constituyente francesa aprobó la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano; y el 15 de diciembre de 1791, con la Carta de Derechos de los Estados Unidos, el nombre que se le otorgan a las primeras diez enmiendas de la Constitución de los EE.UU.
Ambas enumeran derechos y libertades como la de religión, expresión, de prensa y de reunión; la prohibición de registro e incautación irrazonable, seguridad en los efectos personales; garantía de un juicio rápido y público con jurado imparcial, al tiempo que reserva para el pueblo todos los derechos y poderes a las personas, influidas tanto por la Carta de los Derechos inglesa de 1689 y anteriores documentos como la Carta Magna inglesa de 1215.
Tras la II Guerra Mundial, dichos nuevos mandamientos o carta de derechos se modernizaron con la Carta Universal de los Derechos Humanos, documento adoptado por la Asamblea General de las Naciones Unidas en su Resolución 217 A (III), del 10 de diciembre de 1948 en París y que recoge en sus 30 artículos, derechos humanos considerados básicos, pero que solo en 1978 alcanzó un consenso internacional suficiente para establecer la obligatoriedad para los Estados de protegerlos, al entrar en vigor los Pactos Internacionales de Derechos Humanos que, junto con sus protocolos opcionales y la DUDH, comprenden la Carta Internacional de Derechos Humanos.
Dichos documentos comprenden libertades, obligaciones, derechos y deberes expresados en conductas morales que, siendo de milenaria data, forman parte del sentido común de la especie, pudiendo así asimilárselos a modernos decálogos, aunque, esta vez, no hayan surgido de la divinidad en el monte Sinaí, sino de un cierto consenso avalado por la voluntad popular, el dolor de la masiva experiencia de las tiranías y dominio irracional, las demasiadas y masivas guerras y el fracaso del diálogo como medio de resolución de diferencias.
Son, asimismo, relatos estructurados que persiguen cierta consistencia lógica necesaria para promover la convicción de sus beneficios entre quienes deben obedecer sus normas, al tiempo que espejos perennes que reflejan el comportamiento de los poderes y su coherencia entre lo que se piensa, dice y hace, magnifica característica del lenguaje escrito que petrifica definiciones y significados que pueden contrastarse con el devenir del tiempo y las conductas, más o menos alejadas de los propósitos iniciales de la regla: impulsando desde la rebeldía de Melquisedec, Jesús y hasta Lutero; desde la insubordinación de Cromwell a la de los enciclopedistas y libertadores americanos.
Pero la ausencia del poder divino respecto de la norma restó relevancia a las reglas. La “muerte de Dios”, la expansión del conocimiento y el desarrollo de la ciencia y la técnica, unido al avance de las libertades y derechos en los siglos XIX y XX, arrastró a los descontentos a una permanente crítica referida a “leyes injustas” o “redactores corruptos” que relativizaron la estabilidad de las reglas instaladas por los sectores en el poder político, generando un escenario de inseguridad normativa que, ora impulsó dictaduras y autoritarismos, ora desató nuevas guerras, internas y externas, fundadas en las profundas diferencias que las libertades y el disímil reparto de talentos provoca en sociedades libres. Pero si bien las injusticias pueden generar desórdenes, la justicia no es practicable si no es en un orden.
Los autoritarismos igualitarios y justicialistas, instalados como respuestas a las asimétricas distribuciones de ingresos y suerte, ocuparon la actividad política mundial en gran parte del siglo XX -y siguen haciéndolo en parte del siglo XXI-. Pero su instalación en algunas naciones no solo amenazó libertades y derechos establecidos en la Declaración Universal de los DD.HH., sino que ni siquiera consiguió la igualación perseguida.
Por el contrario, el desencadenamiento de las libertades para la creación, innovación y desarrollo del ingenio humano para la producción de bienes y servicios posibilitado por el fin de las monarquías, la competencia y paulatina apertura de los mercados mundiales al intercambio internacional, terminaron invadiendo aquellos experimentos, transformándolos en sociedades de mercado. Pero las naturales diferencias en el goce, uso y disposición de bienes que el mercado define y produce han seguido profundizando el malestar de millones de personas que asisten solo como observadores a aquel progreso.
La inevitable y poderosa extensión de los principios democráticos, los derechos y libertades económicas, sociales, culturales y políticas que aquella propugna y protege y que responden a la más profunda naturaleza de la especie humana, ha fallado en conciliar libertad e igualdad, contraponiéndolos y el discurso político justicialista ha evadido en un indispensable énfasis en validar las contrapartes de esas libertades y derechos, es decir, las obligaciones y deberes que los principios declarados implican: libertad sin norma que la enmarque es simple libertinaje; derecho, sin deber, es abuso.
La ausencia de una pedagogía democrática, de enseñanza de la libertad como valor que exige de respeto a las normas acordadas internacional y nacionalmente, que ya no, al parecer, como un orden divino; o sobre los derechos que derivan, en cuanto tales, de obligaciones que el demandante ha honrado para exigirlos, amenaza con transformar las democracias liberales en ingobernables conjuntos humanos en lucha por sus respectivos intereses, de unos contra otros, sin que los gobiernos logren ejercer gobernanza mediante un discurso que seduzca y consiga proteger mediante la voluntad personal comprometida con un modelo de convivencia basado en la libertad, igualdad y fraternidad para cada quien y en una separación de poderes que evita el abuso monárquico de individuos o partidos salvadores.
Quienes, en su infantilismo, parecen creer que “la muerte de Dios” implica el fin de lo moral, la disciplina o la ética, y que, por lo tanto, a partir de aquello toda norma puede transgredirse, porque todo está permitido, invocan un libertinaje que se torna insoportable para las mayorías que aman la paz y la convivencia pacífica para desarrollar con tranquilidad y seguridad sus propios proyectos de vida, en libertad, igualdad y fraternidad. Aquellas convicciones, avaladas en ideas de superioridad moral, física, intelectual o económica, se reflejan rápidamente en el espejo social del discurso petrificado en la norma o Carta de Derechos versus las conductas percibidas de quienes, en su afán de superioridad, desean imponer su propia voluntad sobre la del resto. Se rompe el escenario del diálogo y consenso indispensable para el buen destino de la negociación, para los cambios y ajustes periódicos necesarios para adecuar realidad y expectativas, obstruyéndolos y posibilitando así la emergencia de los salvadores autoritarios.
La delincuencia, por su parte, es la caricatura de tal comportamiento. Un celular y una pistola. “Es lo que quiero, lo que todo el mundo quiere”, dice el mensaje de texto bajo las fotografías del teléfono y el arma, escrito como último posteo en una red social por uno de los involucrados en el asesinato del cabo Palma.
Dichas imágenes y texto permiten auscultar la subyacencia siquiátrica de este tipo de jóvenes. Paradójica. Un oxímoron. La pulsión por un adminículo que es comunicación por antonomasia, que muestra un deseo irrefrenable de estar con otros, de convivir. Por otro, el arma, que representa el fin de esa convivencia como herramienta para la imposición mediante la violencia. Necesidad de respeto, dignidad, afectos, pero al mismo tiempo de control y exigencia sin límite. Solo ego, abuso y libertinaje. ¿Alguien cree que alguno de estos jovenzuelos o de sus líderes que los transforman en “soldados” actúa considerando derechos y libertades de los otros con quienes convive?
Tal vez lo que falta a nuestra clase dirigente es un mayor acento en el consenso respecto de lo que obliga el acuerdo social y no tanto en lo que aquel dispone como derechos y libertades. No sea que, en lo sucesivo, la discusión “racional y juiciosa” que posibilita la experiencia y sabiduría de los mayores y libres, que han superado ya sus propios pulsos egotistas, sea reemplazada por el discurso del coraje, la imposición y la violencia, ultima ratio tras lo cual lo único esperable es la locura. (NP)