“La ley se acata, pero no se cumple” solían decir entre socarronas carcajadas avivados criollos de la Capitanía General inundados ya por la cálida exaltación del tercer enguindado en las penumbras macilentas de las soirés enveladas de aquellos toscos salones coloniales, una vez concluida la exasperante y periódica visita de los enviados del Rey. Nuncios de aquellos que recolectaban el odioso quinto real que la corona imponía como tributo a súbditos que, con suerte y trabajo, habian conseguido descubrir y explotar alguna mina de oro o plata en los territorios de ultramar, pudiendo así alcanzar propiedad, dignidad y riqueza que la península les había negado.
La tradición era de tal entidad que investigadores de la historia minera del país, como Andrés Sutulov, afirman que las cifras oficiales de producción que se pueden revisar sobre los montos de oro o plata informados en documentos contables oficiales de los siglos XVII y XVIII son poco fiables: por lo general, los productores los subestimaban (escondiendo parte de ellos) frente a las autoridades hispanas con el propósito de reducir el impuesto, equivalente a 20% del total extraído.
Pero lo que pudo ser visto como una justa defensa de lo que se estimaba propio frente a un Estado extranjero, lejano y expoliador del trabajo de las colonias, fue conformando, por efecto demostración, una cierta cultura que se extendió a lo largo de la historia local, culminando en esa burlesca “viveza” del “pillo” que acata la disciplina y normas cuando la autoridad está presente, pero que la incumple cada vez que la oportunidad de sacar algún pobre provecho lo permite. El costo de predicar sin el ejemplo es, pues, un ejemplo de lo que no se debe predicar sin practicar.
Así, la imitación de una elite de costumbres poco virtuosas, la escasa afición al trabajo confiscado por tributos excesivos; el extendido esquive juvenil al estudio y obligaciones ante el bajo techo a ceñidas aspiraciones; el consiguiente tratamiento despectivo a quienes se esfuerzan por hacer bien o mejor su trabajo; el pueril aplauso a la enclenque astucia del robo o engaño de poca monta; o, en fin, el desinterés por participar en elegir a quienes guiarán los destinos del país o haciéndolo según trivialidades como fama, visibilidad o alardeo reivindicacionista, conforman una batería de conductas que han producido atrasos por siglos y aseguran aún más pobreza y subdesarrollo futuro.
En efecto, desde la nimia trasgresión del “pillo” de favela, el desprecio sistemático y permanente por la norma y el pacto social que cubre con la delicada protección de la ley a quienes dignamente se esfuerzan por una vida mejor, hemos arribado paulatinamente a la estación del descaro y la ofensa impúdica, ingresando ya directamente al ramal del asesinato, tantas veces justificado hasta el hartazgo por la supuesta “injusticia” que explicaba la menesterosa viveza contable criolla contra los impuestos de la Corona, aunque con la considerable diferencia que, en el actual caso, se culpa a instituciones democráticas elegidas por los mismos que convalidan anómicos comportamientos que van liquidando, mediante la indignidad, el porvenir del conjunto.
Entendida la dignidad como aquella “cualidad del que se hace valer como persona, se comporta con responsabilidad, seriedad y con respeto hacia sí mismo y hacia los demás sin dejar que lo humillen ni degraden”, tanto en el Chile colonial, como en el actual, las antiestéticas conductas indignas tienen, empero, una raíz que, por evidente, muchas veces escapa a la discusión pública, seguramente por las dificultades que su reconocimiento impondría a los poderes encargados de equilibrar el desajuste que provocan, o porque, por razones ideológicas, su importancia y vigencia individual o familiar se ha estado cuestionando en el país por demasiado tiempo: el derecho de propiedad.
Por de pronto, la propiedad -cualquiera ella sea- es un derecho humano que sustenta materialmente los preceptos del Art. 1 de la Declaración Universal de los DD.HH. según los cuales en materia de dignidad y derechos “los seres humanos nacen libres e iguales”. A mayor abundamiento, la Declaración indica en su Artículo 17: “1. Toda persona tiene derecho a la propiedad, individual y colectivamente”, añadiendo que “2. Nadie será privado arbitrariamente de su propiedad”.
Como se sabe, en el Chile colonial, la propiedad tenía un estatus jurídico débil en la medida que las tierras -recurso generador de riqueza por antonomasia en aquellas épocas- eran, en último término, de la corona, y ella podía disponer de aquellas según su voluntad, no obstante que su producción y prosperidad hubiera sido resultado del arduo trabajo del encomendado que las conquistó en ultramar. Historias de encomenderos hispanos que debieron dejar sus terruños y terminar hospedados por loncos mapuches en sus tierras por decisión real abundan en la historiografía nacional y explican, en gran parte, la siesta campechana de siglos que vivió la América española.
La dignidad, derechos y libertades proclamados por la declaración universal de DD.HH. dispuesta “sin distinción de raza, color, sexo, idioma, religión, opinión política, origen nacional o social, posición económica, nacimiento o cualquier otra condición” tropieza, sin embargo, con la condición de quienes nada tienen para intercambiar, poniendo en peligro los conceptos del Artículo 3, según el cual “todo individuo tiene derecho a la vida, a la libertad y a la seguridad de su persona”, y del Nº 7 que indica que “todos son iguales ante la ley y tienen, sin distinción, derecho a igual protección de la ley”. Es decir, en democracia nadie debe ser privado arbitrariamente de su propiedad por razones políticas, raciales, de género, religiosas, de opinión, origen social, posición económica o nacimiento, mediante un trato desigual o discriminatorio ante la ley.
Sin embargo, la protección de la ley exige que, en la división republicana de poderes, el judicial sea efectivamente ciego a dichas diferencias de “raza, color, sexo, idioma, religión, opinión política origen nacional o social, posición económica, nacimiento o cualquier otra condición”, pues, de otro modo, el “derecho a un recurso efectivo ante los tribunales nacionales competentes (independientes e imparciales), que ampare contra actos que violen sus derechos reconocidos por la constitución o por la ley” (Art. 8), pierde su eficacia.
En ese marco, emerge con claridad que buena parte del actual problema mapuche, del derecho previsional, de las demandas juveniles, laborales, económicas y de género que conflictúan al país, tienen su raíz en concepciones que relativizan o trasgreden el derecho humano a la propiedad y a la dignidad que la propiedad confiere a su poseedor.
De allí que, consolidar jurídicamente el derecho de propiedad no es solo un acto virtuoso en lo económico, sino también en lo político y social, sea que aquello se exprese en la seguridad de lo que se posee no le será nunca arbitrariamente arrebatado por poderes políticos, sociales, estatales o delictuales, sea que entre los ciudadanos se establece, gracias a la certeza de tal derecho, una justa, decente, libre y correcta negociación de los bienes y servicios que diariamente se transan entre productores de valor y trabajo.
Pero al poner en riesgo la certeza jurídica sobre la propiedad del trabajo, los ahorros o patrimonios individuales o familiares, esa limitada soberanía sobre el esfuerzo creativo e innovador intelectual o físico, no solo restringe las energías para una más rápida, activa y eficiente reproducción del bien, sino que impacta la dignidad misma de quien es privado infundadamente del producto de su esfuerzo.
Una democracia liberal sana y progresista minimiza sus naturales conflictos y consigue estabilizarse cuando la mayoría de sus ciudadanos converge en un acuerdo social y constitucional, decidiendo comportarse libre y dignamente con arreglo a éste, al tiempo que, al asegurar como país esa mayor certeza, se estimula el desarrollo de sociedades más libres y prósperas. (NP)