Editorial NP: Epistemología de los acuerdos democráticos

Editorial NP: Epistemología de los acuerdos democráticos

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En ciencias económicas , la “verificabilidad” es una cuestión de análisis ex post, cuando los hechos ya han dejado su marca en una realidad consumada por las decisiones ex ante adoptadas por quienes tienen la responsabilidad de asumirlas, sea en el terreno de la microeconomía o en la macro, aunque, por cierto, tales determinaciones se lleven a cabo con la convicción de que las medidas tomadas son consistentes con cierta tradición de comportamientos de los agentes económicos, en la forma de diferentes actores que luchan por el margen y la mayor eficiencia para la supervivencia de cada unidad económica en lucha en los mercados: usuarios, clientes o consumidores, proveedores, competidores y la emergencia de nuevas tecnologías y conocimiento aplicados en el proceso productivo o de servicios de que se trate.

Es decir, como una ciencia social que es, en las decisiones económicas -y también en las políticas- si bien pueden ser tomadas con cierta base de conocimiento aplicado, habitualmente considerando el comportamiento anterior del sistema y sus eventuales consecuencias en el pasado propio o por experiencias ajenas, lo cierto es que ellas estarán siempre sujetas, finalmente, a lo que Nassim Taleb llama los “cisnes negros”, es decir, aquellos acontecimientos que no estaban considerados en el análisis prospectivo y que, en su emergencia sorpresiva, inciden catastróficamente en los resultados de la planificación ex ante. Hay, pues, en todas las determinaciones de este tipo un algo de “fe” o confianza en que los hechos transcurrirán de un modo en el que lo presupuestado fluirá de acuerdo a lo previsto y, por consiguiente, los resultados de la decisión de las autoridades serán los que se esperaban.

Cuando la economía como ciencia social converge con la sociología, antropología, sicología, ciencias políticas y otros sub corpus de conocimientos sistematizados específicos -mejorados en su eficacia para un más seguro reconocimiento de patrones de comportamiento de las sociedades gracias a la aplicación de ciencias duras, matemáticas y estadísticas- la complejidad de sus prospecciones hacen que resulte casi ridícula aquella férrea expresión de certeza sobre lo que el futuro nos deparará si se sigue tal o cual propuesta o reforma, pero que, por necesidad profesional, gran diversidad de políticos y actores sociales en todos los planos responden y afirman su “verdad” en esas múltiples divergencias decisionales públicas que caracterizan el ágora de las sociedades libres. Surge así la sociedad del espectáculo, una en la que, más relevante que el contenido de lo que se dice, es el modo en el que aquel se comunica, buscando reacciones más bien emocionales, más que racionales.

Así, la argumentación conocida como “ad verecundiam” -aquella falacia que consiste en defender algo como verdadero porque quien es citado en el argumento tiene autoridad en la materia- se multiplica, porque en economía y política, es decir, en el “orden de la casa” y en el “orden de la ciudad”, en lo micro y macro, no hay un modo ex ante de referir un fenómeno como indiscutible, como en el caso de las ciencias experimentales, en las que se puede recurrir a su comprobación y reiteración en laboratorio, aun cuando aquel deba tener 27 kilómetros, como en el caso de “Colisionador de Hadrones”; o en matemáticas y lógica, en donde las reglas internas de aquellos sistemas de lenguaje hacen evidentes su incorrección, no obstante la autoridad de quien haga la afirmación como, por ejemplo, “la raíz cuadrada de 2 es irracional, porque así lo dijo Euclides”. Como es obvio el número irracional resultante (no puede ser expresado como división de dos números enteros) no lo es porque lo haya dicho Euclides, sino porque hay una demostración matemática que prueba la irracionalidad de la raíz cuadrada de 2. Es decir, aunque la conclusión sea verdadera, porque la raíz de 2 es efectivamente irracional, las premisas no lo son, al haber en ellas un error lógico.

En ambos casos, mediante experimentación y/o consistencia y coherencia normativa, los decisores pueden prever ciertos resultados de determinadas acciones porque sus metodologías lo permiten, gracias a la acumulación sistematizada de “verdades” instaladas en la forma de un corpus de conocimientos científicos probados que, seteris paribus, (todas las variables de un fenómeno se mantienen igual, menos aquella cuya influencia se desea estudiar) ya han sido debidamente comprobadas. Sin embargo, como se ve, aquella previsión exige que el experimento probatorio se realice exactamente como se efectuó la primera prueba de verificabilidad, sin mover sus variables, ni en calidad ni en cantidad, y, además, suponiendo que la situación está aislada del resto de los vectores incidentes, so pena que el resultado de una reiteración mal realizada no responda a lo previsto.

En esto consiste, precisamente, el dilema de la verificabilidad en economía y política, porque en ambas ciencias resulta imposible la comprobación de laboratorio -y la experiencia acumulada tiene una validez limitada debido al inevitable cambio de parámetros en espacio y tiempo de los objetos estudiados- y, por más exacta que pueda resultar la encuesta, sondeo o estudio de caso con los que el decisor busca disminuir su incertidumbre, los “cisnes negros” a los que hacía mención Taleb en honor a Popper, son más corrientes de lo que el pronosticador prevé, en especial en momentos en que las sociedades en transformación se comportan más como la interacción caótica de partículas de la física cuántica (fuerza nuclear fuerte, débil, electromagnética y gravedad), que como el de las leyes de la termodinámica de la física universal (principios del equilibrio térmico, conservación de energía, de entropía y cero absoluto).

Así las cosas, respecto de las mejores decisiones políticas y económicas para Chile, la argumentación interna de las dirigencias -en especial político partidistas- busca sustentar la confianza popular en sus dichos aludiendo al aval de especialistas y premios nobeles que, ¡oh desgracia!, no coinciden, sino que, por el contrario, añaden perplejidad al debate con sus diferencias (v.gr. Freedman-Stiglitiz), porque se supone que galardonados de tal nivel, expertos de tamaña profundidad en información y conocimiento del tema, deberían tender a cierta convergencia de diagnóstico de la realidad. O, contrario sensu, la definición de ciencia -como aquel camino luminoso a través del cual la humanidad avanzará hacia un estado de cosas superior al actual- no le es propio ni a la economía, ni menos a la política. O, en segunda derivada, que la superabundancia de información actual complejiza de tal modo el reconocimiento de los fenómenos “analizados” (cortados, separados) que las coincidencias de diagnóstico no son posibles, porque, en realidad, “todo está conectado con todo”. Emerge así, el retorno al pensamiento religioso y, entonces, es la fe la que mueve las montañas de nuevo y no la convicción de que el suceso investigado y descrito es verificable o “verdadero”.

Este enorme desafío epistemológico que dicha evolución de los argumentos puede llegar a tener, colisiona, sin embargo, con el hecho de que, “eppur si muove”, y la ciencia sigue profundizando sus investigaciones, información y conocimientos y sus resultados permiten a la humanidad viajar a las infinitudes del espacio universal, conocer las profundidades de la materia en su más ínfima pequeñes y realizar, gracias a tales indagaciones, avances tecnológicos que posibilitan que una persona en Tokio puedan conversar on line y mirándose a la cara, gracias a un celular digitado en Nueva York, sin siquiera añadir los enormes adelantos en temas médicos, emergencia de nuevos materiales, la robótica nanotecnológica y/o las neurociencias que comienzan a desentrañar las complejidades del cerebro humano y otorgan perspectivas de órganos artificiales que auguran el surgimiento de una suerte de “transhumanidad” biotecno.

En tal contexto ¿no sería, pues, un acto de verdadera y justificable humildad de los liderazgos políticos convenir que mejorar determinados aspectos de los sistemas coexistentes en nuestro país, más allá de izquierda y derechas, requiere de un proceso de consolidación de una cantidad enorme de variables incidentes y que, en consecuencia, más que la lógica de una competencia de poder en función de materializar determinadas formas de ver el mundo, con todos sus condicionantes ideológicos que tantas veces impiden ver el “pájaro azul” posado en el hombro, exige de una de colaboración y convergencia de las fuerzas que hoy, remando en sentido contrario, hacen girar el barco en un mismo lugar?

Tras el 4 de septiembre y el masivo rechazo ciudadano a la propuesta constitucional maximalista de la convención de 2020, pareciera que, luego de varias semanas de conversaciones inter-partidarias hay al menos 12 coincidencias de valor ampliamente compartidas por los diversos grupos que han buscado llegar a un nuevo acuerdo para la redacción de una carta que reemplace a la de 1980-2005. Por cierto, no son sentencias científicas que puedan iluminar el futuro con la fuerza de la verificabilidad o la verdad pura y comprobable. Son convergencias valóricas, principios axiomáticos, cuya razón no requiere demostración porque son parte de un ethos acultural de una especie que reivindica la libertad, la justicia y la fraternidad como conceptos anteriores a la propia organización humana en tribus, ciudades y Estados y que forma parte de las pulsiones naturales de la persona, por cierto, en siempre peligrosa dialéctica con el totalitarismo, la injusticia y el egoísmo.

Y si esto es así, las diferencias que subsisten y tensionan la paciencia ciudadana responden más bien a las diversas formas que los grupos en pugna tienen de evaluar la actual estructura de poderes que se está desafiando con el cambio del contrato social vigente. En consecuencia, las soluciones deberían provenir, no obstante las insuficiencias de la ciencias políticas y económicas al efecto, de la medición franca y abierta del costo efectivo que cada cambio o permanencia normativa en discusión pueden significar para la libertad, la justicia y la solidaridad de cada cual, un acto indispensable para la conformación de una nación estable y con mejores perspectivas, es decir, que permita compartir un futuro común, valorando un pasado conjunto y haga posible los propios proyectos personales o familiares que admiten las sociedades libres.

Entonces, si bien, sin inocentadas, las decisiones que se adopten tendrán consecuencias cuya evaluación dependerá del lugar del aparato social y productivo en que se ubique objetiva y subjetivamente cada quien, la teoría de las negociaciones señala que siempre hay un punto en el que, unos y otros, perdiendo cada cual parte de sus aspiraciones iniciales, alcanzarán un lugar intermedio razonable para hacer posible la transacción. Lograr en la opacidad de la discusión una pequeña ventaja oculta que limite los intereses de la otra parte, asegura un contrato cuya duración será efímera y obligará a una nueva etapa de incordios y desconfianzas.

Pero no conseguir un acuerdo razonable y leal solo podría implicar dos diagnósticos: el primero, que la democracia es imposible, lo cual se parece mucho a la falacia de Euclides, porque la democracia existe y la hacen posible los demócratas, en muchas partes del mundo; o dos, que alguna de las partes ha predefinido que no transará un milímetro de sus proyectos de orden social sin importar las consecuencias; lo cual revelaría la verdadera razón de una democracia y acuerdo imposibles en Chile, es decir, la profunda inmadurez de una clase política que ha sido desempoderada con razón, pero que, incluso, con su radical cambio de incumbentes en estos últimos años, la propia ciudadanía no ha logrado dar con quienes la refresquen con éxito, afectando aún más la sustentación y confianza popular en aquellos principios que fundan la democracia y augurando soluciones de fuerza.

Al revés de las dictaduras (de izquierda o derecha), las teocracias, o las monarquías absolutas, la democracia liberal “normaliza” las diferencias -y por tanto los desacuerdos que en Chile parecen siempre prolegómenos de una crisis- porque aquella se abre al conjunto humano como el sistema de organización política más elevado que el hombre haya conseguido desarrollar en su historia, incorporando en ella un mayor intercambio junto a las obvias diferencias culturales, económica, sociales, políticas y religiosas que las distintas comunidades humanas han generado en su largo caminar de más de 40 mil años.

No serán, pues, las actuales discrepancias en la evaluación del contrato social en diferendo, las primeras, ni menos las últimas. La novedad es que la democracia liberal, al contrario de los feudos o reinos autónomos del medioevo, no solo busca resolver las discordancias de modo pacífico en su interior, separando el poder de hacer justicia, del hacedor de leyes y del ejecutor de aquellas, sino también, con las otras democracias, con las que han surgido, surgen y surgirán diferencias que se buscan superar con más y no con menos democracia, una lección que, por lo demás, la humanidad debió aprender luctuosamente el siglo pasado con la Primera Guerra Mundial -de imperios monárquicos en decadencia-; con la Segunda, y la llamada “Fría” -no obstante el fuego de su expresión en Chile y otras naciones del mundo- entre las democracias liberales y los autoritarismos de derecha e izquierda que surgen como consecuencia cuando los demócratas no saben cuidar la democracia. (NP)