“Esta juventud esta malograda hasta el fondo del corazón. Los jóvenes son malhechores y ociosos. Ellos jamás serán como la juventud de antes. La juventud de hoy no será capaz de mantener nuestra cultura”.
“Nuestro mundo llegó a su punto crítico. Los hijos ya no escuchan a sus padres. El fin del mundo no puede estar muy lejos”.
“Ya no tengo ninguna esperanza en el futuro de nuestro país si la juventud de hoy toma mañana el poder, porque esta juventud es insoportable, desenfrenada, simplemente horrible”.
“Nuestra juventud gusta del lujo y es mal educada, no hace caso a las autoridades y no tiene el menor respeto por los de mayor edad. Nuestros hijos hoy son unos verdaderos tiranos. Ellos no se ponen de pie cuando una persona anciana entra. Responden a sus padres y son simplemente malos”.
Todas frases que bien podrían haber sido pronunciadas la semana pasada por algún padre, profesor o adulto frente a los desmanes y mal comportamiento observado por jóvenes en los últimos meses y, más especialmente, respecto de aquellos grupos de secundarios que buscaron boicotear la realización de la PSU y sobre los cuales los mayores no hemos logrado converger en la forma eficaz y pertinente que permita reencauzar sus energías. Y mientras unos promueven el uso de “buenas razones”, otros aconsejan los “buenos azotes”.
Se trata, sin embargo, de sentencias formuladas illo tempore: la primera, escrita en vaso de arcilla descubierto en ruinas de Babilonia (actual Irán) con más de 4.000 años; la segunda correspondiente a dichos de un sacerdote desconocido del año 2.000 a.C.; la tercera y cuarta, pertenecientes a los filósofos griegos Hesíodo (720 a.C.) y Sócrates (470-399 a.C .) respectivamente. Como se ve, nada nuevo bajo el sol.
Pero ¿qué nos puede enseñar saber que el comportamiento de la juventud ha sido y será de desafío a las generaciones anteriores, ya no por justas o equívocas razones político-sociales, sino -como muestran las citadas sentencias- por una suerte de pulso natural de enfrentamiento a la autoridad como un medio de medir sus fuerzas y probar límites como parte de su proceso identitario?
Lo primero es lo propiamente normativo. Los jóvenes van conformando su visión de mundo a través de su propia experiencia como observadores inmediatos de su entorno, así como de espacios y tiempos mediatos por las percepciones de los que los rodean permanente o circunstancialmente, presencial o atópicamente, como autoridad o como pares, y que les van siendo comunicadas a través del lenguaje hablado, escrito o audiovisual. En ese proceso, aquellos van comparando sus propias vivencias con los dichos y afirmaciones recibidas, gestando así su propia función de realidad, una que es más o menos conformista, según sea más o menos consistente su percepción de realidad con el “deber ser” que les ha sido inculcado y que define las “conductas aceptables” dentro de la sociedad en la que el joven va creciendo.
Entonces, la detección de incoherencias entre el “deber ser” y el “ser” experimentado puede constituirse para muchos de ellos como un motivo de inquietud y/o rebeldía, pues la desilusión, como detonador y motor de la decepción y rabia es un fenómeno ampliamente reconocido por las ciencias sicológicas y neurobiológicas, en tanto, por un lado, implica pérdida de certezas -que se torna en amenaza a la supervivencia- y menoscabo de dignidad -que zahiere al desilusionado por el desprecio y discriminación que el “engaño” implica- por el otro.
Si se analizan con paciencia, el conjunto de frases formuladas hace tantos años -junto a las que podemos escuchar también hoy día- apuntan precisamente a lo normativo: “malhechores y ociosos”; “Los hijos ya no escuchan a sus padres”; “juventud insoportable, desenfrenada”; “no hace caso a las autoridades y no tiene el menor respeto por los de mayor edad”. Sin embargo, ninguna de ellas señala aquellos aspectos en que los mayores hemos fallado y que, en la dialéctica relacional que los une, termina transformando a esos jóvenes en “malhechores y ociosos”, “insoportables y desenfrenados” o “tiranos”. La excepción es Sócrates, quien nos advierte que son “mal educados”.
En efecto, si entendemos la educación como “la formación destinada a desarrollar la capacidad intelectual, moral y afectiva de las personas de acuerdo con la cultura y las normas de convivencia de la sociedad a la que pertenecen”, y resulta que lo que observamos en parte de nuestros jóvenes son trasgresiones a esas normas de convivencia producto de problemas en su desarrollo intelectual, moral o afectivo, entonces, en efecto, estamos frente a un problema de “mala educación”.
Se trata, en todo caso, de una cualificación referida a la educación según patrones consistentes con una determinada forma de sociedad y que, según parece, estos jóvenes desprecian, debido a las inconsistencias que varios de ellos pudieran haber vivenciando entre ese “deber ser” que profesores, iglesias, empresarios, políticos, en fin, la elite proclama, y el “ser” que éstos nuevos integrantes perciben en aquellos. De ese modo, pudiera ser que sus conductas indiquen justo lo contrario, es decir, que han sido de tal manera educados en los conceptos de igualdad, justicia, libertad, o fraternidad, que luchan contra expresiones sociales que aparentemente impedirían la manifestación de esos valores, exigiendo, para todos, lo que ven como privilegios de algunos cuya libertad limitaría la justicia, igualdad y/o fraternidad de otros, culpándolos de esas faltas.
Entonces la “mala educación” se transforma en un problema propiamente político, en la medida que relatos que relevan la justicia, libertad, igualdad o fraternidad como valores, tienen tantas interpretaciones como percepciones del entorno tengan quienes las definen según sus propósitos. Y mientras para unos la libertad se mide en la relación más o menos normada entre las personas y el Estado, de manera que mientras más espacios ocupa el último, menos áreas de desarrollo hay para los primeros; para otros, aquella depende de la capacidad o poder de realización de proyectos que el conjunto social acuerde lograr, aunque aquello limite la libertad de los más exitosos, pues así se extiende la libertad, justicia, igualdad y fraternidad para una mayoría. Entonces para los primeros, los derechos de la persona son anteriores al Estado -en la medida que aquel es una creación de las personas-, mientras que, para los segundos, el Estado representa el “espíritu” de la sociedad y, por consiguiente, los individuos deben ponerse al servicio de las decisiones del Estado, que es quien define el curso de los acontecimientos.
Como los antiguos, en un marco hermenéutico como el señalado, podemos vivir similar paradoja y preferir invisibilizar el aspecto propiamente adulto de la rebeldía juvenil, poniendo así todo el peso de la prueba sobre los últimos. Parece impertinente profundizar aquí sobre los aspectos sociales, sico-sociales o sicológicos de un fenómeno que ha sido latamente investigado y que ha buscado en las condiciones familiares, de estatus social, cultural o económicas, las causas de tales conductas. Pueden ser unas más importantes que otras, o todas ellas concurriendo de consuno. Los discursos posibles para racionalizar comportamientos que legitimen enfrentar a los poderes instalados son infinitos, porque conceptos genéricos como libertad, igualdad, justicia o fraternidad son universales y tienen múltiples interpretaciones, según sea la coyuntura económico-social y cultural que el conjunto o parte del conjunto social esté viviendo. Lo cierto, más allá de las explicaciones, es que el relato de los jóvenes que boicotearon la PSU -que no sea el de aquellos que se suman simplemente por experimentar la adrenalina del libertinaje- nos muestra que consideran su lucha, no solo legítima, sino que, además, justa y hasta heroica, por la que están dispuestos a continuarla, a pesar de los castigos que legalmente el Estado puede imponer cuando se trasgreden sus normas de convivencia.
Su persistencia posible se presenta, entonces, como un problema educacional que es político y de orden público, que debe ser abordado con urgencia con la mayor cantidad de herramientas conceptuales y de conocimientos disponibles, no solo intelectuales o ideológicos, sino también emocionales y moral-conductuales, evitando, tanto desde la conducción político partidista, como desde el Gobierno, llevarlo a una simple respuesta dicotómica del “palo o la zanahoria”. Parte relevante de la juventud de todas las épocas, como hemos visto, tiende a explorar sus límites y ampliar sus libertades en un juego identitario que es propio de la especie. Por lo demás, no pocos de aquellos, incluso entre los más rebeldes, suelen convertirse en parte de las nuevas elites de los países.
Reaccionar frente al “problema estudiantil” presente -y el que muy probablemente reemergerá en marzo próximo- mediante soluciones de poder físico estatal simplificadas solo porque se tiene la capacidad de hacerlo, pudiera ser la peor reacción frente a un tema en el que la ductilidad de los adultos para asumir críticamente lo que, en el discurso juvenil, hay de justo y necesario, es clave en los próximos meses. Pero al mismo tiempo, con igual convicción, se debe asumir el indelegable deber de los mayores de indicar a las nuevas generaciones los límites conductuales pertinentes a una sociedad democrática y libertaria, tanto encarando las muchas veces justificadas críticas respecto de la coherencia que las anteriores generaciones han mostrado en materia ética y/o comportamientos non sanctos -muestra que los que van adelante son tan falibles como los que vienen- como intentando describirles en lo narrativo y vivencial el valor de la convivencia pacífica para el logro del progreso, armonía, paz social, de la justicia, libertad, fraternidad e igualdad que aquellos parecen buscar.
Parecería innecesario destacar las ventajas de la polémica política racional, por sobre el uso de la fuerza y la violencia como método para conseguir determinados objetivos o demandas que pueden y deben ser atendidas con realismo dentro de las posibilidades de las complejas sociedades modernas y abiertas al mundo, si no fuera porque, ingratamente, aún ciertos sectores en Chile suelen validarla como forma de conseguir propósitos políticos más globales como serían, por ejemplo, cambios de grupos en el poder o en la elite social. Sin embargo, la propia democracia liberal ofrece los mecanismos para alcanzar, incluso, dichas metas, sin pasar por los traumáticos y regresivos efectos de revoluciones sociales, para lo cual, empero, los grupos políticos deben convencer a mayorías ciudadanas sobre las bonanzas de esos cambios. Así y todo, poco pueden hacer los demócratas cuando, entre aquellos grupos, subsisten quienes apuntan a la instauración de un modelo social “ideal” que exige la instalación de dictaduras totalitarias rojas o blancas.
De allí que, aunque sea paradojal, el tema de la violencia juvenil, sea esta producto de la desilusión de sus propias observaciones de las inconsistencias de los más viejos; o amparada y/o avalada por adultos de generaciones anteriores, cuyos idearios se han mantenido congelados en el tiempo, será muy difícil tratar con aquellos que la incitan con objetivos más allá de la legítima presión por una justa y progresiva respuesta a las demandas ciudadanas y, más bien, parece un asunto a ser abordado por el conjunto de quienes realmente creen en la democracia, de manera de, entre todos, poner el respectivo cerco ecológico en torno a las expresiones violentistas, y que, como en los incendios forestales, el fuego de su ira se vaya apagando paulatinamente por la anoxia de una ciudadanía que rechaza la violencia y que cree y practica la libertad como valor central para la materialización de sus proyectos vitales.
En el interín, son los mismos demócratas de diferentes extracciones -y no los violentos- los que deben buscar las convergencias posibles para responder progresivamente a las demandas sociales, al tiempo que, avanzar en los ajustes normativos que el discurso juvenil ha puesto de relieve y que pueden fortalecer -y no debilitar- la libertad, justicia, igualdad y solidaridad que la democracia liberal protege y enarbola como atributo diferenciador respecto de las nuevas dictaduras o autoritarismos del siglo XXI, en los que los protagonistas de la presente rebeldía, no tendrían los espacios que la democracia ofrece para expresar opiniones y demandas diferentes a las que el Estado rector ha decidido. (NP)