Diversos actores internacionales como la Organización de Estados Americanos (OEA), el Departamento de Estado norteamericano y altos dirigentes políticos de otras naciones de la región han estado denunciando públicamente la presencia de grupos de agitadores externos en la promoción, organización y acciones de violencia y vandalismo de las que el país ha sido víctima y testigo, apuntando sus dardos a agentes cubanos, venezolanos y/o rusos.
Aunque las dirigencias nacionales y la ciudadanía en general han desestimado estas acusaciones pues, hasta ahora, se trata de afirmaciones sin pruebas y a la espera que éstas sean recogidas en las investigaciones que llevan a cabo policías y fiscalías chilenas, diversos analistas han ido derivando también, paulatinamente, hacia cierta aceptación de la hipótesis, en la medida que -pasado el inicial estado de conmoción- observando en más detalle los ataques sufridos por la infraestructura de la ciudad (transportes y centros de abastecimiento) comienzan a dar mayor crédito a la posibilidad de un coordinado afán político de generar caos y conseguir las condiciones sociales que posibiliten la destitución del Presidente en ejercicio.
Aunque, por cierto, de probarse la intentona no ha alcanzado dicho objetivo, pues una mucho más amplia mayoría de chilenos ha rechazado con rapidez, claridad y vehemencia la destrucción y vandalismo desatado por turbas minoritarias, es evidente que si un pleito como éste se hubiera producido en un país con mayor desarrollo relativo, tanto en lo económico, como en lo político, social y cultural y sin las profundas desigualdades que se han hecho notar por años, pero que nuestras elites no han abordado con la debida responsabilidad y diligencia, es muy probable que una similar irrupción contra la institucionalidad y modo de vida nacional, ni siquiera se hubiera intentado; y si se hubiera hecho, posiblemente no habría logrado convocar las voluntades de esos millones de personas que, no obstante repudiar la violencia y con las FF.AA. en la calle, salieron a manifestar su ya prolongado, aunque silencioso, descontento.
La presencia de más de 1,2 millón de personas reunidas pacífica y alegremente en la Plaza Italia de Santiago, sin que el orden republicano fuera alterado, pero que por su volumen se transformó en el más poderoso grito de cambio de los últimos 30 años, mostró a un país que mayoritariamente ama la libertad, la justicia y la democracia, y rechaza el desorden, el irrespeto y la anarquía. Tras 30 años de ejercicio democrático, una ciudadanía más madura y consciente de sus intereses y proyectos vitales ha golpeado la mesa, a la manera de hoy, con un llamado participativo, desintermediado y horizontal, apoyado en las nuevas tecnologías de las comunicaciones, para defender la viabilidad de sus propias esperanzas de mejor futuro, con mayor justicia, dignidad, igualdad y respeto.
Así y todo, nuestros sectores dirigentes no deberían engañarse, pues este remezón ciudadano -haya sido digitado o no por audaces e irresponsables actores nacionales o extranjeros- ha puesto en evidencia una serie de demandas que deben ser abordadas con sentido de urgencia. La activa participación y fuerte desintermediación respecto de los partidos políticos observada en estos días es una muestra más de la peligrosa degradación de nuestras instituciones democráticas -producto de la promiscua relación revelada entre política, dinero y poder- y de la urgente necesidad de pasar de las palabras y promesas a las acciones concretas para enfrentar dichas demandas, las que, por lo demás, son horizontales y provenientes de sectores sociales que buscan seguir creciendo en un país libre, democrático y abierto, que premia el mérito, pero castiga la indecencia, y que, en su momento, les dio a esos mismos indignados la posibilidad de superar pobrezas a las que nadie desea retornar.
De allí que, la instalación de los llamados cabildos ciudadanos con los que algunos sectores intentan recoger la multiplicidad de demandas no solo económicas, sino sociales, políticas y culturales insatisfechas de esa multicolor muchedumbre congregada, sea un paso que pudiera ser virtuoso si aquellas asambleas consiguen canalizar, ordenar y priorizar dichas exigencias, para que luego sean procesadas por las instituciones republicanas que tienen -merced al acuerdo social actual- el mandato de hacerlo. Sin embargo, darles un sentido de orgánicas autonómicas o territoriales que compiten contra una “no representativa estructura legal burguesa” puede transformarlos en un remedio peor que la enfermedad. En nuestro país, por lo demás, la propia institucionalidad tiene mecanismos de participación normados por la Ley 20.500 sobre Asociaciones y Participación Ciudadana en la Gestión Pública, de 2011, que las Municipalidades deben promover, no solo de modo consultivo, sino también en la definición de prioridades y diseño de las políticas locales.
Si bien una cada vez más amplia participación -más allá del derecho a votar y elegir representantes cada ciertos años- no solo es deseable, sino un inevitable histórico, es recomendable recordar que anteriores experimentos de reemplazo de las instituciones republicanas tradicionales realizados en Chile y en otras naciones no han tenido los resultados que sus más ingenuos impulsores esperaban, porque, finalmente, el “orden de la ciudad” suele requerir de tiempo completo y especialización respecto de las muy variadas áreas de la conducción de los Estados, mientras el resto de las personas continúa sus vidas trabajando, produciendo, cuidando a los suyos y construyendo sus respectivos sueños.
Quienes rechazan procesar las diferencias que naturalmente se producen en sociedades libres y democráticas a través de los canales institucionales dispuestos para aquello (Ejecutivo, Legislativo y Judicial) alegan que éstos han sido superados por su profundo deterioro ético, su corrupción y redes de abuso. Pero tratar las demandas que con urgencia ha reclamado parte importante de los chilenos por fuera de la actual institucionalidad no solo no solucionará los problemas, sino que los agravará.
Se requiere, pues, un rápido retorno a una normalidad que, más allá de las inequidades propias de cualquier “sistema de dominación” igualitarista o liberal, finalmente funda siempre su precaria estabilidad en la mejor o peor vida diaria que ofrece a sus partícipes, persiguiendo cada quien, con mayor o menor éxito, sus propios objetivos, cuando tienen la libertad de hacerlo; o la supervivencia propia y la de los suyos, cuando no la tienen y deben luchar por ella como ocurrió hace apenas unas décadas en las sociedades socialistas del Este europeo.
Es decir, las naciones especializan a sus participantes, según su trabajo y capacidades, e instalan un orden jerárquico -más o menos piramidal, más o menos horizontal- que se expresa en una mayor o menor colaboración a través de múltiples mecanismos legales que estimulan (o reprimen) esa participación ciudadana más allá del voto. Baste recordar que, en Chile, en un evento tan relevante como una convocatoria del Ejecutivo para recibir opiniones para la redacción de una nueva Constitución, la participación se limitó a poco más de 230 mil personas, un número, que, por lo demás, ni siquiera coincide con la cantidad de liderazgos políticos, sociales, académicos, religiosos, económicos y culturales que el país tiene.
La normalidad que viene, por cierto, ya no será la que había. Aunque, de igual modo, para millones de chilenos implicará volver a trabajar, transportarse, producir, recrearse, comer y cuidar a sus familias, pero ahora, con más dificultades que antes y por un buen tiempo, sin que los eventuales cambios en las correlaciones de poder político sean pertinentes para ellos, sino en los eventuales efectos de una vida menos estresada que podría ser mejorada si hay un leal acuerdo en función de esa meta y no para conseguir una mayor porción de la torta del poder.
Con una ciudadanía endeudada en promedio en el 70% de sus ingresos, empero, no bastará el Estado, que muestra signos de agotamiento en su capacidad redistributiva. Una tarea de tal magnitud exige del aporte honesto y generoso de todos, las élites y centros de poder político económicos, tecnocráticos, ciudadano-social y de coacción. Y si la desigualdad es la causa, las empresas privadas, que generan la mayor parte de la riqueza nacional, pero que también sufren el peso de un enorme débito, deberán ahora enfatizar la parte social que les corresponde como entidades productivas que son. La iniciativa de un grupo de aquellas para “emparejar” sus sueldos internos, puede ser un buen paso inicial.
Pero más allá de una ciudadanía activa y participativa, que “ha despertado”, la real superación de la cima de la crisis pasa por instalar la discusión inmediata de soluciones en los centros de poder constitucionalmente diseñados para ese propósito, por más que, por sobre aquellos, recaiga el enorme peso de su escasa legitimidad actual. Si se quiere seguir avanzando -y no manteniendo una inclaudicable lucha por el poder hasta la renuncia del Presidente, para instalar “el cielo en la tierra”- serán los actuales diputados y senadores los que deberán discutir, mejorar y aprobar los proyectos y medidas propuestas por el Ejecutivo como piso de discusión y las otras soluciones posibles que emerjan frente al tsunami social.
Serán ellos mismos también los que, recogiendo las demandas de los chilenos, deberán discernir, con realismo, inteligencia y renovada ética, lo que el conjunto del país puede asumir, tanto desde las posibilidades de su Estado, como desde las de los trabajadores y empresas que generan esos recursos. Cuando la serenidad retorne, ya vendrá la hora de discutir soluciones de mediano y largo plazo que permitan reformular el acuerdo social y superar desavenencias que nos persiguen por tantos años y, así, finalmente, transformar esta crisis en una oportunidad para dar el salto definitivo al verdadero desarrollo.
Es cierto que este proceso importará sacrificios de élites y desilusión de esos nuevos ciudadanos que creen que el Estado, la mera voluntad y la política de los buenos deseos todo lo pueden, porque, si nuestros representantes actúan con mayor pudor, es probable que el pago por sus pasadas insensibilidades sea el que, decidiendo ahora rectamente en lo que se puede redistribuir, con los recursos que hay y jerarquizando debidamente a sus beneficiarios, reciban de vuelta el desafecto electoral de quienes siguen esperando que el Estado y/o sus sucesivos gobiernos pongan fin a unos males económicos que se mantendrán presentes mientras las necesidades sean infinitas y los recursos escasos. En esto, como siempre, no habrá milagros. Tal vez solo un mejor ánimo para seguir esforzándonos por continuar la marcha. (NP)