Editorial NP: Orden, democracia y responsabilidad de Gobierno

Editorial NP: Orden, democracia y responsabilidad de Gobierno

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Se acostumbra a definir el término “orden” como “la forma en que están colocadas las cosas o las personas en el espacio o de cómo se suceden los hechos en el tiempo, siguiendo un determinado criterio o norma” o, en segunda acepción, como “aquel estado o situación de normalidad o funcionamiento correcto de algo”, v. gr. “la armonía en las relaciones humanas al interior de una comunidad o colectivo”, fenómeno al que denominamos “orden social”.

Desde luego, ya a contar de la propia definición se observa una relativización del concepto en la medida que para que haya “orden” se debe seguir “un determinado criterio o norma”, predefinida las más de las veces de modo axiomático, cuestión de la que se deduce que “alguien” o “algo” impone esa norma o criterio. De tal manera se sigue que, por ejemplo, en el “orden” de un sistema matemático basado en seis unidades (como el babilónico, que permanece aún en nuestra cultura en el conteo de las horas del día) los resultados de diversas operaciones con sus números serán distintos a los que arrojarían los mismos en un sistema decimal. Situación similar se puede observar en los distintos “ordenes” que muestran la evolución de ciencias como la física, química o astronomía y en los que los diversos modos de organizar las percepciones de los fenómenos que aquellas estudian presentan disímiles resultados, dadas las prelaciones y estructuras definidas según tales órdenes.

Así, en el paso desde la ordenación alquímica de los elementos materiales a la Tabla Periódica de Mendeleiev; de la física newtoniana, a la física einsteniana; del sistema geocéntrico al heliocéntrico, se observan cambios de paradigmas que suscitan, a su turno, reordenamientos en el conocimiento y visión de mundo con los que la humanidad encara y ha encarado el desafío de vivir y desarrollarse.

De ese modo, paso a paso, las ciencias han ido conformando a través del tiempo un corpus “normal” de conocimientos en constante renovación, en un proceso en el cual sus cultores, por lo general, parten de la adopción y aceptación del trabajo realizado por investigadores anteriores y nunca de cero. Estos han ido asentando ciertas formas de comportamiento de la naturaleza que, a su turno, una vez probados y comprobada su verificabilidad, se agregan e instalan como leyes o conocimiento firme que dan sustento y coherencia al conjunto de la información acumulada y estructurada. No obstante, de tiempo en tiempo, inevitablemente siguen emergiendo de las interminables indagaciones, otros hechos que abren nuevas hipótesis, las que, a su turno, inician otro tracto de redefiniciones y ajustes que van integrando dichas novedades al campo de las ciencias respectivas, haciéndolo cada vez más complejo y completo y otorgando, a su vez, una mayor certidumbre a los esfuerzos humanos por predecir el funcionamiento propio, el de la sociedad y la naturaleza. Así, pocos sostienen hoy causalidades como que la ictericia es causada por la exposición del sujeto a la mirada de un lagarto de color amarillo o que el eclipse es predictor de una gran desgracia social.

En las ciencias sociales, que a contar del siglo XIX adoptaron buena parte de las exigencias de verificabilidad que habían venido desarrollando las llamadas ciencias duras (física, química, matemáticas), no obstante las mayores complicaciones de campo que la sociología, antropología o economía tiene respecto de las anteriores, gracias al nuevo conocimiento sobre el denominado “orden social” éste dejó de verse como “herencia de la divinidad”, una que, durante el período teocéntrico consagraba el poder legítimo de algunos sobre otros. Entonces, sus seguidores, armados con las nuevas metodologías de comprensión del entorno, comienzan conscientemente a concebirlo cuantificable, operable y modificable, según vayan surgiendo nuevos conocimientos, formas de ver el mundo, así como de producir y distribuir los bienes y servicios que tales avances permiten, tanto como resignificando los cambios que esos fenómenos inducen en la forma de relacionarse entre los partícipes del orden social establecido.

Como consecuencia, se asumen también ajustables las estructuras institucionales que los poderes instalados habían dispuesto para sostenerlo con cierta armonía y tranquilidad que permitiera a las personas desarrollar actividades propias para su supervivencia, procreación y creación en los ámbitos de interés de cada cual, aunque en un nuevo modo de organización u orden social instalado por una diferente estructura y pesos de poderes.

De allí que, en momentos históricos de transición entre una forma de orden social a otra, fenómeno que, según la sociología, no es otra cosa que el cambio o ajuste de los grupos de interés en el poder político, económico, social y cultural, el tradicional “orden” o “normalidad” social se vea relativizado en su semántica y muchos académicos, especialistas, políticos, opinólogos y periodistas opongan cierta resistencia a afirmaciones que contienen el término, preguntando, muchas veces socarronamente, de qué “orden” o qué “normalidad” se habla, cuando, con justificadas razones, debido a desmadres evidentes de la armonía social, se clama por un retorno al “orden”, atribuyendo tales exigencias a posiciones políticas conservadoras o hasta fascistas, sin reparar que, más allá del cambio de agentes en el poder político, la necesidad de “orden”, en su sentido sustantivo, no es un asunto de “derechas” o “izquierdas”, sino un requerimiento de supervivencia de la propia estructura en proceso de transformación, si es que no se quiere caer en “estado de naturaleza”, en donde cada quien asume su autotutela y termina por imponerse el más fuerte en una suerte de “ley de la selva”.

Es decir, a estas alturas del conocimiento se entiende que el “orden” es de “izquierda” o “derecha” solo en cuanto a saber quiénes lo imponen, pero, como en toda ciencia, en la social, se exige hoy de su racional descripción, análisis y operación -no de verdades metafísicas reveladas- considerando su pertinencia de corto y largo plazo como base de cualquier propuesta civilizatoria compatible con el desarrollo del conocimiento del siglo XXI. Contrariamente al desprecio que se observa en ciertos sectores por la experiencia y conocimiento acumulado en las ciencias políticas, ninguno de los físicos actuales contradice la existencia de la ley de gravedad, no obstante ser una constatación del siglo XVIII y explicada a inicios del siglo XX, pues se acata como parte de un conocimiento probado, asentado y aceptado.

Por cierto, hay ordenes más o menos justos, más o menos apreciados por sus súbditos. Pero su sustancia histórica, cuando se habla de orden social apunta a esa indispensable armonía en las relaciones humanas al interior de una comunidad o colectivo, sin la cual, ningún individuo perteneciente a aquel puede desarrollar sus propósitos o sueños con certidumbre y en libertad, acabando así con el colectivo mismo, tanto a raíz de la eventual justificación de una “violencia liberadora” irracional que mata y destruye, como por la masiva emigración que las dictaduras o la ingobernabilidad de los países provocan.

Es decir, por sobre la injusticia o maldad de un régimen de turno, cuando la violencia se apropia del territorio, normalizándose por la vía de su aceptación como recurso político, inevitablemente se llega a un punto en que, si bien su uso podrá hasta terminar con una determinada forma de dominación política execrable, no surgirá en su reemplazo otro orden menos abominable que el execrado, como lo muestran las innumerables experiencias históricas que hasta definen la violencia como “la partera de la historia” y que, consecuentemente, invitan a sus seguidores sostener el poder mediante una “dictadura del proletariado”.

Y si bien en dictaduras, con el profundo valor de la libertad avasallada y la justa reivindicación de la naturaleza humana y sus derechos extraviada puede validar reacciones violentas en contra de sus excesos e injusticias, en democracia nada explica el uso de la violencia en la resolución de los inevitables conflictos que se suscitan en sociedades abiertas, plurales y diversas de hombres y mujeres libres, pues, su propia estructura jurídica, sustentada en derechos humanos universales y división de poderes, cuenta con los canales, representaciones y recursos necesarios para encararlos pacífica y equitativamente, a condición, eso sí, de que se crea efectivamente en la independencia, objetividad de juicio y moralidad de aquellos poderes y sus gestores.

El problema que, empero, surge, es que, si no se confía en ellos, entonces cualquier forma de organización de un colectivo -bien lo sabe la Lista del Pueblo- o de la propia república en transición hacia un nuevo orden de cosas será puesta en tela de juicio, pues no existe orgánica social inmune a la corrupción de sus normas, como tampoco controles, fiscalías o superintendencias que no puedan ser vulnerados por la habilidad de quienes deciden tomar el riesgo de la trasgresión. Más aún cuando, a mayor abundamiento, quienes deben velar por la armonía desde el Gobierno, la legislatura o la aplicación de justicia, esquivan sus responsabilidades y explican los atropellos sobrevinientes como consecuencia equivalente de supuestas reclamaciones de las cuales ni víctimas ni ofendidos son causantes de violación culpable alguna.

Puede ser cierto. Muchas veces la respuesta violenta a la violencia, pudiera intensificarla. Demasiados casos en Chile y el mundo parecen demostrar el aserto. Sin embargo, es dudoso que una estrategia de pacificación de los ánimos surja de una suerte de laissez faire para con los violentistas, máxime cuando los gobiernos cuentan con las herramientas jurídicas, la legitimidad política y la capacidad coactiva suficiente para hacer valer la legislación vigente, sin otro propósito que reestablecer un “orden” básico en el que la mayoría pueda seguir ejerciendo su derecho a vivir en paz, certeza jurídica, protección y seguridad de su vida, familia y patrimonios.

No hay en ese objetivo nada que pueda calificarse como abuso de poder de “derechas” o “izquierdas”, sino solo sentido común, una cuestión de fundamento y supervivencia que, por lo demás, puede revisarse en las antiguas monarquías sumerias y babilónicas, extensos imperios como los egipcios, romanos y europeos, hasta las dictaduras del proletariado del ex bloque socialista y las democracias liberales, autoritarias, iliberales y populares del siglo XXI. Y es que, sin un “orden” básico de seguridad física para los ciudadanos -más allá de lo referido a cómo se reparte el poder en su interior- no hay libertad, igualdad, ni fraternidad. Tampoco, finalmente, sociedad.

La primera obligación de un Gobierno cualquiera es, por consiguiente, la mantención del orden público, el control efectivo de los desmanes de audaces y delincuentes, que otorguen al conjunto de ciudadanos contribuyentes y respetuosos de las normas, las indispensables certidumbres -aún durante los inestables procesos transitivos- de que el acuerdo social para una vida digna y protegida de la violencia se hará cumplir efectivamente y que los trasgresores serán castigados según leyes impersonales, conocidas y no discrecionales que aseguran que los derechos de aquellos también serán respetados.

Por sobre las particulares características de la administración de turno, con las estrategias y tácticas políticas respectivas que tiene el derecho a materializar bajo la legitimidad que les otorga haber sido electos por una mayoría -aunque siempre sin avasallar a las minorías circunstanciales-, asumir la conducción de un país obliga a estos representantes a actuar con lealtad en el cumplimiento responsable de las normas que se les ha confiado honrar e imponer y que, en las actuales circunstancias, presenta graves trasgresiones que provienen especialmente de sectores que contribuyeron a su elección.

El no hacerlo hace emerger la sospecha del deplorable fantasma de la incapacidad, producto de la ignorancia en las ciencias de la historia y la sociedad humana, que une inextricablemente su destino a propuestas experimentales de grupos coyunturales que tienden a desconocer el corpus de conocimientos acumulados por siglos de democracia, ofreciendo una nueva carta con propuestas de reorganización republicana ajenas a su tradición y escasos asideros culturales; o, lo que sería peor, la amenaza de propósitos no expresos de un juego subterráneo de lucha de poderes que transformaría su acción en evidente deslealtad y traición a la confianza entregada por un pueblo al que el actual gobierno ofreció más derechos, igualdad y justicia, más democracia y libertades y no menos. (NP)

 

 

 

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