El acuerdo político partidista del 15 de noviembre de 2019 estableció con claridad meridiana que mientras la Convención Constitucional no concluyera su trabajo de redacción de la nueva Constitución de la república, regiría, para todos los efectos, la carta magna de 2005. Se trata de una decisión prudente y razonable que pone un seguro institucional al proceso de cambios y evita el peligro de que, una vez elegido y conformado con sus respectivos protocolos internos, el nuevo órgano de representación ciudadana no transite hacia uno de concepción original que suplante al actual Congreso, razón por la que, además, el acuerdo dispone de que, una vez concluido su trabajo estimado en un año, la citada Convención se disuelva.
La emergencia sanitaria desatada por la pandemia añadió a la crisis política que vivía el país desde el 18 de octubre, un conjunto de restricciones a la actividad económica que vinieron a agravar las condiciones sociales respecto de las cuales se manifestó buena parte de la ciudadanía por esos días, causando daños que se han calculado en más de US$ 17 mil millones en menor crecimiento y por consiguiente en menos ingresos tributarios para el Fisco, los que si se suman a los destrozos y daños del 18-O, superan los US$ 20 mil millones.
Es comprensible que, en condiciones de necesidad como las que comenzaron a emerger pasados un par de meses desde que se iniciara el alerta epidémica nacional, la autoridad ejecutiva actuara con la cordura indispensable para sostener las bases materiales del país en el largo plazo, de manera de contener la creciente amenaza por el mayor tiempo posible, habida consideración las previsiones de científicos y expertos en el sentido de que la pandemia no tenía ni tratamiento conocido, ni vacuna que la detuviera y que, en consecuencia, se trataba de un desafío que implicaría una esfuerzo defensivo de a lo menos uno o dos años.
Como es sabido, la mayoría de las empresas del país, que dan empleo a más de la mitad de los trabajadores, son las llamadas mipymes, es decir, micros, pequeñas y medianas compañías, cuya característica estructural es su limitada capacidad de caja, razón por la cual su sobrevivencia depende sustantivamente de su flujo diario de ventas y compras. La necesidad de confinar a las personas de manera de limitar sus interacciones y evitar la transmisión descontrolada del coronavirus, paralizó la actividad de decenas de miles de comercios e industrias de todo tamaño, generando una crisis de caja en las mipymes que el Gobierno enfrentó mediante una serie de programas de apoyo financiero, tanto a favor de las propias firmas, como de sus trabajadores, no obstante lo cual el desempleo se elevó a un récord de más de 2 millones de personas, sin considerar la masa de desocupados ya existentes durante el normal funcionamiento de la economía.
Asimismo, para enfrentar la situación de los sectores más vulnerables sin un vínculo formal con la economía oficial, realizó sendos repartos de cajas de alimentación suplidas para dar sustento por alrededor de 20 días y dirigió, mediante los canales institucionales del Estado, la entrega focalizada de ayuda monetaria a miles de familias de escasos recursos a través del llamado Ingreso Familiar de Emergencia, con lo cual buscó paliar el impacto de la nueva imposibilidad involuntaria de trabajar en sus respectivos oficios a chilenos sin capacidad de ahorro. Junto a otros programas subsidiarios el esfuerzo gubernamental-estatal de apoyo a la ciudadanía de escasos y medios recursos alcanzó a más del 8% del Producto Interno Bruto (Unos US$ 17.000 millones) guarismo que el Banco Mundial congratuló y destacó, comparándolo con solo otro país que realizó similar esfuerzo: Alemania.
Así y todo, sectores políticos de oposición no solo demoraron conscientemente soluciones legales que el Ejecutivo presentó para su consideración en el Congreso, siempre dentro de los marcos de la constitución que nos rige, sino que, en un acto de irresponsabilidad política y económica y mediante un subterfugio jurídico que hizo recordar los “resquicios” de un gobierno del siglo pasado, impulsaron activamente el uso de los ahorros previsionales de los chilenos para enfrentar la crisis mediante una reforma constitucional que, a mayor abundamiento, terminó por contar con los votos de sectores cuya posición ideológica explícita es contraria a cargar a las personas con el costo de una emergencia en la que han caído involuntariamente y que, en justicia y rigor ideológico, debía ser asumida por el Estado, es decir, por el conjunto de los ciudadanos de manera solidaria y compartida, tal como cuando en una familia uno de los suyos contrae una enfermedad catastrófica y todos concurren en un esfuerzo mancomunado para atender el respectivo tratamiento.
Se podrá afirmar que este modelo de resistencia a la amenaza sanitaria, financiado mediante ahorros largamente acumulados por millones de personas para una vejez más digna -los 2 millones de cotizantes que ya quedaron sin ahorro previsional lograron reunir esos recursos en alrededor de 3 años- fue resultado de las demoras e ineficiencias del Gobierno en responder adecuadamente a los requerimientos ciudadanos. Pero, que el Ejecutivo haya redistribuido US$ 17 mil millones de fondos fiscales, es decir, una suma equivalente a la que los cotizantes de las AFP retiraron de sus cuentas individuales, es un mentís al argumento central de la oposición.
Asimismo, se podría señalar que, no obstante ser una solución de parche, la mala política pública de posibilitar el retiro del 10% del ahorro previsional, por única e irrepetible vez, podría ser aceptada por estado de la necesidad, un desvío de la norma aplicada explicable y que los cuerpos jurídicos de todo el mundo reconocen y entienden como justificada desde hace siglos. Pero un segundo retiro que, además, es cooptado por el Ejecutivo en su fondo, da cuenta de un proceso de descarrilamiento de la vía hacia un país más desarrollado y próspero, aunque, por cierto, desde la izquierda se insista en que este nuevo error implica aumento del consumo que reactiva la economía y que junto con el anterior han evitado una caída del producto aún mayor que la que se está viviendo.
Es cierto, la economía opera con consumo e inversión, pero el consumo gasta y quema energías, mientras la inversión genera y aumenta valor, acelerando el crecimiento. También, que US$ 34 mil millones ingresados a la economía han permitido pagar deudas, adquirir nuevos bienes y sostener el curso de los hogares con cierta normalidad, sin trabajar, ni contar con otros ingresos. Pero no se debería olvidar que se trata de liquidez que, en este caso, opera por una vez -en tanto gasto- y que, con su circulación triplica el impacto monetario en los precios de los bienes, incentivando inflación. Una inflación sobre la cual ya advirtió el Banco Central y que, si se suman otros cuantos miles de millones de dólares en un segundo retiro, no solo incidirán en un mayor IPC -con su efecto regresivo sobre los ingresos de los más pobres- sino que ralentizará el crecimiento en un período en que lo que se requerirá es más producción de valor, inversión y empleo.
Mantenerse en el marco de la constitución y las leyes, aun cuando la actual tenga sus días contados, no sólo es una necesidad ética y política, pues el respeto a la norma es la única barrera en contra de un retorno al estado de naturaleza y la violencia impuesta por el más fuerte, sino que también una ruta más segura hacia la reorganización de la sociedad para un nuevo estado de desarrollo. Seguir impulsando desde el Congreso la adopción de medidas inconsistentes con las ideas de cada bando, en la esperanza que con aquello el malestar ciudadano contra los partidos decaiga y el desprecio se transforme en amor y votos, es iluso.
La votación del plebiscito referida a la orgánica que debe redactar la nueva carta y que casi alcanzó al 80%, mostró con prístina evidencia que el actual Congreso y sus actores tienen también sus días contados. No es, pues, legítimo que, mediante subterfugios y un intransigente parlamentarismo de facto, la izquierda quiera imponer un nuevo sistema político social sin contar con la aquiescencia ciudadana en el Ejecutivo, lo que, en toda democracia, se expresa en elecciones en la que partidos, independientes y líderes sociales y gremiales pueden medir fuerzas para representar a la ciudadanía, tanto en la nueva Convención y redacción de la carta que guie los destino del país en los próximos 50 años, como en puestos de responsabilidad pública sujetos a elección.
Tal objetivo, empero, debe conseguirse respetando los sueños y propósitos de la mayoría que desea progreso y paz y nunca sobrepasando los límites de las normas que estructuran la convivencia armónica, con el mero propósito de conseguir sus objetivos de poder, una conducta que, predicada con el ejemplo, bien puede concluir por minar la moral de los próximos constituyentes, incitándolos en su oportunidad a un traspaso de poder no contemplado en el acuerdo de noviembre y que un debilitado parlamento puede perder, vía similares trasgresiones, antes de tiempo. (NP)