¿Qué hace que los hechos sucedan?
En la historia de la cultura humana, vista desde la sociología, antropología y/o psicología pueden observarse múltiples experiencias de las que pueden extraerse algunos componentes básicos que caracterizan los procesos de cambio del orden de las cosas impulsados por los múltiples grupos de interés en el globo.
Y en resumen, dicho proceso “político” se podría ordenar desde el surgimiento de un estado de cosas en que la estructura hegemónica resulta insatisfactoria para la supervivencia, procreación y creación de un cada vez mayor número de individuos del colectivo; la emergencia de un liderazgo individual o grupal contestario que enfrenta, desde dicha insatisfacción, a las fuerzas del orden instalado; la expansión de las nuevas ideas de otro orden posible y su paulatina instalación como “sentido común”; y, finalmente, su imposición, mediante el convencimiento mayoritario -o de una fuerza coactiva asimétrica- de las ideas promovidas como nuevo orden e imperio.
En cada una de estas fases se van expresando, en paralelo, factores de comportamientos individuales y grupales en los que la voluntad personal de cambio o pro estabilidad de los incumbentes y el reconocimiento y correcta medición de las propias fuerzas de transformación vs las de la conservación, luchan y se entrelazan con las personales percepciones de “realidad” que cada quien ha construido, según datos de su experiencia o la información tercerizada, dando luces sobre los pasos posibles a dar según la conducta de esas fuerzas. La mensura va generando diferencias de diagnóstico respecto del momento en el cual, tanto desafiantes, como poderes instalados, se verán enfrentados a la “batalla de todas las batallas”, aquella que definirá la prolongación, término o reajuste del orden vigente. Emergen así diversidad de voluntades, propuestas tácticas y estratégicas, que bregan entre sí para imponerse como la más efectiva para conseguir el cambio (o la conservación), subdividiendo los campos de cada cual y estabilizando “equilibrios inestables” que pueden extenderse por largos periodos o estallar en cualquier momento a raíz de un evento sorpresivo o “cisne negro”, que quiebra la feble homeostasis.
Durante el proceso, la expansión de las ideas de cambio y/o conservación han seguido su flujo imparable, construyendo un “lenguaje común” que convence a los respectivos receptores que las propuestas de los líderes no solo están alineadas con los significados que los seguidores le otorgan, sino que esas ideas se ven posibles de realizar, según la experiencia que cada cual. De allí la expresión “sentido común”; es decir, la razón de porqué pocos individuos saltan de un edificio, aun cuando el más iluminado de sus líderes le asegure que volará.
Entonces, para que sucedan los hechos en un proceso de cambios, es menester primero, no estar plenamente satisfechos con el entorno en el que cada quien se desenvuelve, cuestión que estimula el ajuste de aquellos hechos de realidad que estorban, molestan, perjudican; segundo, un diagnóstico de qué es realmente lo que incomoda, para intentar reformarlo mediante una correcta prescripción basada en el mayor conocimiento posible de cómo funciona el fenómeno y así abordarlo con las herramientas pertinentes, sin voluntarismos y acatando las leyes naturales que lo conducen, de modo de no desafiar comportamientos u ordenes de las cosas que no pueden modificarse; tercero, generar un relato con un lenguaje convincente que aúne voluntades en torno al cambio deseado, transformándolo en “sentido común”, de modo que el conjunto mayor, no solo se haga consciente de la inconformidad alegada, sino que la haga suya y ayude así a la presión por modificarla; y cuarto, saber/intuir el momento preciso en el cual la idea ya está madura para intentar el cambio práctico y conseguir, gracias a una correcta mensura de la correlación de fuerzas, la efectiva modificación buscada.
En el proceso constitucional llevado a cabo por el país, si bien para cerca del 80% de la ciudadanía la carta vigente parecía conformar un orden de cosas que los mantenía en la insatisfacción y que la sociedad chilena ya contaba con liderazgos y grupos contestarios que habían desarrollado por años un relato con cierto lenguaje aparentemente “común” en contra del orden vigente, dicha oposición no parece tener aún un propio “sentido común”, pues las acciones de sus diversos grupos internos no solo han divergido históricamente, sino que, en el mismo presente proceso, han disentido desde un comienzo, con el retorno a la democracia, a inicios de los 90 (e incluso antes).
En efecto, cuando el “cisne negro” de los 30 pesos detonó a contar del 18 de octubre de 2019, un sector impulsó y/o avaló la revuelta de casi 30 días que implicó decenas de muertos, centenares de heridos, desórdenes, saqueos e incendios que sacudieron al país. Otro, sustentado en la multitudinaria concentración del 25 de octubre, pero observando la peligrosa deriva de desgobierno y eventual conflagración masiva a que llevaban los sucesos, se reunió finalmente el 15 de noviembre para suscribir el Acuerdo por la Paz, una nueva constitución y la elección de una convención constitucional distinta al Congreso vigente, evento al cual, los primeros, salvo un par de excepciones, no asistieron. Por el contrario, varios persistieron en la estrategia sediciosa hasta el inicio de la pandemia e, incluso, hasta el día de hoy, en ciertas fechas y sectores focalizados. Así, sus diferencias se han plasmado desde el MDP vs. Concertación, autoflagelantes vs. autocomplacientes, «duros» vs «moderados», “octubristas” vs. “noviembristas” o, simplemente, entre “rojos” y “amarillos”, no obstante los respectivos discursos que, de tiempo en tiempo, oscilan entre un relato u otro, según las circunstancias políticas.
Porque, el que haya transcurrido casi un mes entre la materialización de una y la otra estrategia de los sectores contestatarios, demuestra que el impacto de los hechos que se iniciaron el 18-O no solo inhibieron peligrosamente la reacción de las fuerzas del orden vigente, mostrando la profunda distancia perceptiva entre el discurso oficialista y buena parte de la gente, sino también la de sectores moderados que solo luego de semanas en “stand by”, convergieron al acuerdo del 15 de noviembre, tras posiblemente haberse entusiasmado con la eventualidad de que la estrategia subversiva llevara a la renuncia del Presidente y se procediera, así, a adelantar elecciones, logrando recuperar, por mano mora, el poder político perdido en los comicios anteriores.
Pero es en este punto en el que la cuarta variable necesaria para que las “cosas pasen” revela su importancia, porque lo que evidencia el proceso es que, tanto los sectores más duros, como los más moderados fallaron en medir con rigurosidad la real correlación de fuerzas del cambio respecto de las de la institucionalidad vigente, seguramente debido al “efecto espejo” que provoca la competencia de ambos por un mismo elector. En efecto, no obstante los desórdenes iniciados el 18-O, que continuaron focalizados en diversos lugares de Santiago y las grandes ciudades por meses, la enorme concentración del 25 de octubre, el acuerdo del 15-N y que la ciudadanía masivamente votara por la redacción de una nueva carta, la estructura institucional republicana se mantuvo incólume, el Presidente no dimitió y más de un 20% de la ciudadanía se atrevió a validar la carta vigente, al tiempo que el propio Gobierno amenazado ofrecía luego las condiciones materiales para iniciar la Convención y la redacción de una nueva carta que, incluso, hasta podría llevar la firma del anterior mandatario, si se cumplían los plazos.
Similar evolución se observó en las elecciones presidenciales, parlamentarias, de gobernadores y alcaldes, en las que los bandos y sus subdivisiones midieron individualmente sus fuerzas, y en las que, en uno de los comicios más votados, pudo comprobarse que el país mantenía a más del 43% de sus ciudadanos en torno al orden vigente y que solo 25% -que apoyo a Boric en primera vuelta, pero que le bastó para superar a los moderados- estaba “de acuerdo” o “muy de acuerdo” con los cambios revolucionarios como los que la Convención Constitucional ya comenzaba a plantear en sus discusiones, mientras acallaba a las posiciones de la derecha en la orgánica autónoma.
La resultante de ambos escenarios democráticos fue que, en materia de confianza en el Ejecutivo, Congreso, Gobernaciones o Municipios, la ciudadanía terminó por no dar su pláceme mayoritario a los relatos, lenguaje y propuestas de aquel 25% de ciudadanos que logró llevar a la primera magistratura a Boric, aunque con el aporte de votos de centro; y que, no obstante las mayorías 2/3 con las que se aprobaron las diversas normas propuestas por la Convención Constitucional, los votos moderados que concurrieron a esas aquiescencias parecieran haberse sumado, más que por convicción, por el desalentador hecho de que, sin su apoyo, la nueva constitución -tan largamente blandida como solución a todos los problemas del país- habría quedado trunca y, tal como en la segunda vuelta Presidencial, dichos sectores se vieron forzados a optar por lo “menos malo”, aun cuando la decisión pusiera en graves aprietos de gobernanza, transición y aplicación de sus normas al Gobierno de Boric.
Y es que, en conclusión, la propuesta conocida presenta normas y una redacción que ha sido ampliamente criticada no solo por sectores de derecha, sino por el centro y centro izquierda, dado su perfil proto revolucionario, impulsado, además, sin las espaldas políticas, económicas, sociales y culturales necesarias y que, de paso, conmociona al conjunto de los poderes republicanos y a la ciudadanía de a pie, provocando incertidumbres en casi todos los planos, durante varios años, en un periodo transitivo en que, además, el mundo seguirá azotado por graves crisis sanitarias, de guerra, económicas y alimenticias; amén de un ideologismo indigenista ultra petita, ajeno al “sentido común”, inexactitudes, inconsistencias, incoherencias y ensoñaciones más propias de un diagnóstico realizado sobre la base de una “conciencia mágica”, que en realidades comprobables y posibles.
Así las cosas, las encuestas muestran hasta ahora un lógico apoyo mayoritario a la opción del “Rechazo”, un resultado que, desde luego, no solo complica las cosas, sino que desilusiona a quienes son partidarios de realizar cambios sociales, económicos y políticos a través de medios pacíficos y democráticos, en la medida que, no obstante el impulso subversivo inicial, el acuerdo del 15 de noviembre abrió puertas a un proceso de diálogo político en función de la búsqueda de nuevos consensos para los próximos 20 o 30 años, dando por superadas la constitución de 2005 y sus modificaciones que, como es obvio, dejaron bien lejos en el tiempo a la de 1980. Ambas parecen haber cumplido ya su propósito y se hace necesaria una nueva convergencia para una mejor convivencia nacional, un cierto nuevo “sentido común” que hoy alcanza hasta partidos de derecha y que se hace “urgencia” ante la eventualidad de que el “Rechazo” deje al país guiado por una carta cuya legitimidad fue desaprobada por casi el 80% de los ciudadanos votantes y respecto de lo cual se requiere un “Plan B” que el actual Gobierno no ha querido abordar explícitamente.
La tarea asignada a los noveles e inexpertos constitucionalistas elegidos, no obstante su serie de propuestas deseables y muchas universalmente apetecibles -quien no quiere derechos asegurados- ha resultado así en un triste fracaso al preferirse una redacción partisana, que si bien fue aprobada con 2/3 al interior de la Convención, no edificó realmente consensos en torno al más amplio sentido común ciudadano, pues, así triunfara la opción “Apruebo”, lo hará por ajustada mayoría, lo que no solo no logrará reunir a los chilenos, sino que dividirá y disgregará.
Un resultado, por lo demás, esperable, dado el pensamiento mágico con que muchas normas fueron evacuadas y que atribuyen a las palabras la propia realización del hecho –como una suerte de perlocutidad extendida-, así como por aquella tradicional incapacidad de medir correctamente la correlación de fuerzas vigente. Se añade la exhibición de un voluntarismo infantil de sectores proto revolucionarios que buscaron imponer su hegemonía jurídico programática como respuesta a aquella de la que probablemente fueron víctimas en el pasado, pero sin lograr convencer a la enorme mayoría ciudadana que los convocó y que, si bien manifestó su preferencia por cambios sociales, económicos y políticos, los quiere dentro de los límites y certezas del cauce tradicional de un Estado democrático, liberal, republicano, social y de derecho, tolerante, abierto y participativo que es el que, por lo demás, ha asegurado el avance libertario de las sociedades de Occidente, en general, y de Chile, en particular. (NP)