Numerosos escritos sobre Lenin han aparecido estas semanas. Curiosamente, pocos se refieren a su impacto. Es llamativo porque justo en la herencia del leninismo es donde radica la insalvable disparidad entre el Partido Comunista y todos los demás partidos en un espectro democrático. El leninismo es lo que hace imposible una coalición, cooperación, pacto e incluso cualquier intento por comprenderlo con parámetros convencionales. En varios de sus libros, Lenin describe, con claridad asombrosa, cómo los comunistas abordan una coyuntura en presencia de numerosos otros actores.
A medida que el tiempo pasa, se ha ido difuminando (cuando no, olvidando) el carácter del leninismo en tanto fuente disruptora a nivel mundial. Con esa premisa, el historiador y periodista británico Timothy Garton Ash realizó hace algún tiempo un ejercicio contra-fáctico, concluyendo que el error más funesto cometido durante el siglo 20 ocurrió el 9 de abril de 1917. Ese día, Lenin, exiliado en Zürich, tomó un tren blindado en la estación Gottmadingen para trasladarse a Petrogrado, vía Suecia y Finlandia. Efeméride fatal. Ocurrió que Guillermo II de Alemania autorizó dicho viaje para generar más turbulencias en la Rusia zarista y obligarla a salir de la guerra. Fue una operación de alto riesgo que derivó en fracaso. El viaje en tren fue azaroso, pero Lenin lo aprovechó para escribir sus famosas Tesis de Abril. 34 semanas después de arribar a destino, comenzó la Revolución Rusa. El leninismo se hacía con el poder.
Desde entonces, su influencia en los comunistas se ha dado en dos áreas: en la que compete al discurso y al lenguaje, y en la estructura mental de sus adherentes. Pero también influyó vastamente en los no-comunistas. Solzhenytsin advirtió con cierto espanto cómo intelectuales, escritores y artistas de todo el mundo caían fascinados. ¿Cómo ocurrió aquello?
Tras despegarse de la influencia anarquista de su hermano, Lenin empezó a pergeñar ideas que pudieran complementar al marxismo. Pronto se transformó en un activista y pensador muy influyente. Lo primero le valió detenciones, extrañamiento en Siberia y exilios en Europa occidental. Lo segundo, lo llevó tempranamente a escribir ¿Qué hacer? (1902) y Un Paso adelante, dos atrás (1904). Con ambos, el marxismo adquirió un arma fundamental, la concepción de un partido jerarquizado, selectivo, dispuesto a acelerar por medio de la violencia los procesos políticos y ajeno a cualquier concepto de humildad.
El leninismo, a diferencia del marxismo, no es una teoría de la historia, sino una del desarrollo político. Mientras Marx adjudicaba la base de autoridad a las clases sociales, y en especial al proletariado, Lenin la ubicó en el partido. Eso posibilitó que, contrariamente a lo que se cree, un grupo muy reducido de personas haya logrado tomarse el Palacio de Invierno en Petrogrado. Y de ahí hacer surgir una potencia mundial -un zarismo sin corona-, la Unión Soviética. No en vano, Huntington homologa estas dos obras de Lenin a El Federalista (1788) de James Madison, asumiéndolos como material intelectual básico para entender a las superpotencias del siglo 20.
Lenin concibió la idea que el partido debía ser de nuevo tipo. Es decir, integrado por cuadros de vanguardia, obligados a reproducirse permanentemente por medio de una formación sistemática, no ofrecida por canales convencionales, sino por escuelas de cuadros. Allí no sólo se estudia el marxismo-leninismo como un conjunto de verdades reveladas y dogmas de fe, sino que es el camino para ingresar a los estamentos directivos. Sin una escuela de cuadros a cuestas, difícilmente un dirigente comunista logre avanzar en la estructura jerárquica; en el llamado aparato partidario.
En aquellos dos libros, queda desarrollada también la idea de un partido de vanguardia. Es decir, que no se ve a sí mismo como una parte o un simple componente de un sistema de partidos. Por el contrario, el partido abarca todo, se considera infalible, se deifica. “Nadie tiene razón contra el partido”, reza uno de los apotegmas leninistas. Esto llevó a extremos inauditos en diversas partes del mundo, como asesinatos ante el menor disenso, ejemplificados en el ahorcamiento (en una razzia antijudía) del propio jefe del partido checo, Rudolf Slánsky (1952). Aquel brutal caso demuestra algo que suele olvidarse. Los militantes y cuadros se deben fidelidad religiosa. Lenin la llamó partiínost. Esto hace inviable que un comunista pueda tener una vida social fuera de la supervisión del partido. Kundera sostiene que no tener en consideración esta característica, es sencillamente naive.
Luego, el partido es fuente definitiva de autoridad y moral. Para ello, Lenin desarrolló el concepto centralismo democrático. Un curioso pero temible proceso -impersonal e inapelable- para tomar decisiones políticas e incluso controlar la vida privada de los militantes. Puede decirse con toda propiedad que las decisiones tomadas bajo este mecanismo son guardadas al estilo de secretos vaticanos. Sin embargo, de cuando en cuando, gracias a militantes que abandonan la causa, salen a flote y se convierten en sabroso comidillo o bien develan trágicos destinos familiares. Es precisamente la ruptura ideológica con este precepto leninista lo que contribuyó al eurocomunismo en Italia, España y Francia en los 70. Y a la gran sangría de militantes -especialmente intelectuales y artistas- que vivió el Partido Comunista en Chile en los 80. Testimonios personales apuntan a que el centralismo democrático explica bastante más que la política de alianzas aquella estampida ocurrida aquí y en el exilio.
En 1917, Lenin escribe otro texto central, El Estado y la Revolución. Allí define las condiciones para el avance de la revolución y deja plasmada la idea que el socialismo se asocia de manera inexorable a la dictadura del proletariado. Se trata de un dictum con gran repercusión, pues deja en claro cuál es la estación terminal de la lucha de clases; ese bendito concepto-madre. Aquí se encuentran las claves para entender la separación de aguas con el estado de bienestar propugnado por la socialdemocracia. Mirado desde el leninismo, los países escandinavos son indefectiblemente capitalistas.
Una idea para nada marginal es que para un partido comunista jamás existirá otro partido leninista. Sobre ese punto, el Informe al Pleno del Comité Central de agosto de 1977 (Ediciones Colo Colo, 1978) es una verdadera mina de información. Luis Corvalán es explícito: “vanguardia hay una sola”. Incluso, atribuye la caída de Allende a que no entendía suficientemente de leninismo. Pese a ello, no son pocas las corrientes marxistas, especialmente en el Tercer Mundo, que han coqueteado con ciertos aspectos del leninismo, tratando de cautelar no ser percibidos como instrumentos de la Guerra Fría. Hasta hoy, consciente o inconscientemente, las llaman re-lecturas o miradas distintas. Interesado en esto, el historiador (marxista), Julio Cesar Jobet solía decir que entre el marxismo y el leninismo hay más diferencias que el guión con que se escriben.
En suma, el planteamiento de Timothy Garton Ash parece tener mucho fundamento. Las revelaciones de Jrushov en 1956 y el desastre soviético que transparentó Gorbachov, apuntan a que la autorización de Guillermo II para el retorno de Lenin a Rusia fue efectivamente el peor error del siglo 20. Tuvo repercusiones nefastas en Europa, Asia y Africa, por más de 100 años. Incluso hoy se observan reverberaciones. Basta ver las agendas y los debates políticos. Y es que el leninismo no fue, ni es, una peccata minuta. (El Líbero)
Iván Witker