Trump parece una caricatura de sí mismo. Pero, pese a todo lo que se le ha execrado, el candidato que partió casi como una broma, despertando las risas y el desprecio de la gente educada, fue electo en 2016 con una buena mayoría de los votos electorales, y este año, contra viento y marea, no estuvo demasiado lejos. Vale la pena, una vez más, discutir las razones tras el fenómeno Trump y, de paso, preguntarnos si por este lado no iremos por la misma senda.
A diferencia del caso chileno, los salarios de la clase trabajadora en Estados Unidos están estancados hace décadas. Es más, entre los hombres del 10% más pobre, los salarios reales cayeron 13% en los últimos cuarenta años (CRS, 2019). En Chile, en cambio, los salarios reales del 10% más pobre han crecido en más de 180% desde 1990 (PNUD, 2017). Es un mundo de diferencia. Es cierto, el salario en EE.UU. igual es más alto que en Chile, pero las perspectivas de futuro cuando los salarios no crecen son lúgubres, partiendo porque no puede esperarse que los hijos vivan mejor que sus padres. Es posible que las discusiones identitarias lideradas por el Partido Demócrata durante la elección pasada —como la separación de baños por sexo en las escuelas— hayan parecido desconectadas para aquella población frustrada por condiciones de vida que no mejoran. Mal que mal, las minorías identitarias son minorías y para ganar elecciones hacen falta mayorías.
Por otra parte, una de las líneas divisorias más fuertes de la política en EE.UU. es aquella entre el mundo urbano y el rural. En 2016, en el 20% de condados más rurales Trump ganó por 32 puntos, mientras que en el 20% de condados más urbanos, ganó Hillary por 25 puntos. Estas enormes diferencias aumentaron aún más en esta elección (a 35 y 29 puntos, respectivamente, según DDHQ). Nada semejante se observa en la política chilena. Las razones tras el clivaje urbano-rural en EE.UU. dan para varios libros. Pero una de ellas es que el mundo rural, que vive fuertemente de sus tradiciones, se siente despreciado por las élites urbanas que, a sus ojos, reniegan del orgullo patrio.
Por último, el Partido Demócrata enfrentó la elección de 2016 dividido. Sanders, desde el ala izquierda, y con una postura crítica al rol de los demócratas en las últimas décadas (por su exceso de capitalismo, por no haber hecho lo suficiente), conquistó especialmente a los jóvenes, a los hijos de los votantes de los Clinton. A la vez, la percepción general del público americano en 2016 era que los políticos, y en particular los Clinton, eran poco transparentes.
¿Suena conocido? Esta parece la dimensión con mayor resonancia en Chile: autoflagelantes y autocomplacientes, más desconfianza en la política. Pero hay una diferencia fundamental: mientras en EE.UU. la identificación con los partidos es alta y estable (en torno a 60% según ANES), en Chile esta cayó en picada (de 80 a 14% desde 1990, según CEP). Es decir, en cuanto a la división y desconfianza nos parecemos, pero por el desprestigio de nuestros partidos estamos en esto más expuestos. Pese a tener partidos centenarios que identifican a una mayoría, EE.UU. eligió a Trump, que es un outsider —lo que quizás aquí se llamaría, con tono piadoso, un independiente. (El Mercurio)