Esta semana se insinuó el tono que —de no corregirse— adoptará el próximo debate sobre el aborto.
Monseñor Chomali, empapado de espíritu navideño, consideró un regalo que el Gobierno “no perseverara en la ley de aborto libre”. Y lo agradeció efusivamente. Dio así a entender que por consideración a su punto de vista, o al punto de vista de la Iglesia, el Gobierno se habría inhibido de promover esa iniciativa. La ministra Orellana no tardó en reaccionar. Y dijo entonces que el Gobierno, al adoptar esa decisión, no lo hacía por consideración a los “deseos de un príncipe de la Iglesia”.
Es fácil advertir que quien se equivocó esta vez fue monseñor.
Porque, en efecto, el Gobierno no ha abandonado el proyecto, de manera tal que monseñor erró al afirmar que el Gobierno había decidido no perseverar en él. Eso no es efectivo, como a todos consta. Y es menos efectivo aún que, de haber existido una decisión semejante, ella hubiera sido un regalo. Los regalos son gratuitos, carecen de una razón forzosa, de manera que decir que una decisión sobre el aborto es un regalo es simplemente inexplicable viniendo de quien cree (salvo que la doctrina haya, de pronto, cambiado) que prohibirlo es obligatorio, moralmente compulsivo. Que un cardenal diga que la postergación de un proyecto sobre aborto es un regalo, equivale a decir (a la luz de la doctrina que ha sostenido) que una decisión de matar mañana en vez de hoy es digna de un aplauso, o que cumplir las obligaciones morales es algo gratuito. Y, en fin, se equivoca cuando lo agradece como si la decisión fuera un obsequio a él dirigido. Esto sonó como una ironía involuntaria que a la ministra Orellana —que no parece poseer un muy agudo sentido del humor, al menos en estas materias—, naturalmente, le molestó.
Pero como siempre ocurre con este tipo de incidentes, ellos, bien mirados, puedan ayudar a que el debate adopte otro tono.
¿Cuál debiera ser ese tono?
Bueno, muy simple. Debiera ser el tono que adopta una conversación acerca de las cosas importantes, las cosas que valen la pena.
Y ello significa que cada partícipe del debate ha de ahorrarse ironías y expresiones y, en vez de eso, formular argumentos claros que ayuden a la gente a discernir.
La Iglesia, por ejemplo, debiera decir que la vida humana para ella es un bien absoluto, un valor final que no cede frente a ningún tipo de consideración de bienestar social o individual. En otras palabras, que la vida humana y su preservación es una carta de triunfo frente a cualquier razón o motivo que pueda esgrimirse para ponerle fin de manera voluntaria. Y ese valor final —podría continuar monseñor o quien fuera— deriva del hecho que la vida es finalmente un don, algo con lo que cada uno se ha encontrado, algo que no se debe a su discernimiento o a su decisión, algo que (pero esta parte del argumento vale solo para los creyentes) se debe a un acto gratuito del creador. Este punto de vista, podría concluirse, va mucho más allá del aborto y es una invitación a atender la existencia ajena como un misterio digno de respeto irrestricto, que obliga, por supuesto, a acciones y sacrificios del conjunto de la sociedad que, al oír la pregunta, ¿acaso soy el guardián de mi hermano?, responde afirmativamente y actúa en consecuencia, no solo respecto del aborto, sino también en cuestiones de política social.
La ministra Orellana, por su parte, podría sostener que cuando se discute del aborto no se desconoce el valor de la vida. Acá no se trata de quién respeta la vida y de quién está dispuesto a atropellarla, sino de cómo se concibe el valor de que ella está provista. La vida humana, podría ella decir, no es una realidad meramente biológica, sino una entidad moral cuyo valor deriva del hecho que cada individuo es un centro único de intereses y de discernimiento, dotado de autonomía y de capacidad de decidir cuestiones controversiales. Son esos atributos morales actuales o potenciales (la capacidad de discernir, la autonomía para conducir la propia trayectoria vital, tener intereses propios, la capacidad de sentirse disminuido cuando eso no se respeta) los que dotan a la condición humana de especial dignidad. Respetar la vida, entonces, podría ella concluir, exige respetar la autonomía personal en amplias zonas del quehacer humano, también en la reproducción, especialmente si la mujer tiene razones poderosas, que solo ella puede juzgar, para no enfrentar un embarazo no deseado. Imponer un embarazo no deseado viola la dignidad de la mujer, y la transforma en un recipiente de la vida biológica. No se trata tampoco de sobreponer los deseos de la mujer a la vida de un niño o niña, puesto que la decisión autónoma habrá de respetarse hasta el momento en que sea flagrante que el feto adquiere la capacidad de transformarse en un centro de intereses independiente, algo que ocurriría recién a las 14 semanas.
Esas son las razones —podrían decir, monseñor y la ministra— que la ciudadanía debe considerar cuando, como es el deber de quienes intervienen en los asuntos públicos, se la trata como compuesta de personas adultas y no como niños anhelantes de regalos. (El Mercurio)
Carlos Peña