Nada muy distinto a la trayectoria de cualquier político profesional en las últimas décadas.
Hasta que se supo de la compleja trama —sería mejor decir enredo— de que da cuenta el celular de Luis Hermosilla.
En esas conversaciones aparece Chadwick mencionado múltiples veces en la red de relaciones que Hermosilla manejaba como si fuera parte de su activo profesional. Más tarde se han revelado gestiones que el propio Chadwick hizo ante la Comisión para el Mercado Financiero.
La pregunta que entonces aparece es si acaso Chadwick fue un ingenuo, cuyo nombre y amistad eran empleados por su amigo Hermosilla o si, en cambio, él sabía o debía saber de qué se trataba el tipo de abogacía, por llamarla así, que llevaba adelante Hermosilla o si, lo que sería peor, él participó de alguna forma de ella, sustituyendo los servicios legales por la simple gestión de influencias.
La respuesta a la pregunta anterior —y en eso lleva toda la razón la ministra del Interior cuando subraya que esta es, en parte, una cuestión institucional— no atinge solo a Chadwick y la suerte legal o forense que le espera. Se trata de una respuesta que, para bien o para mal, compromete al partido que casi se confunde con su propia trayectoria y al gobierno del que formó parte. Resulta absurdo que el partido y las fuerzas políticas, con las que la peripecia vital de Chadwick ha estado atada por décadas, pretendan que los actos de este último, y los de quien fue asesor suyo mientras estuvo en el gobierno, les son ajenos, como si se tratara de actos de cualquier hijo de vecino, actos que es posible mirar a lo lejos. No se requiere saber sociología para advertir que el activo profesional de Andrés Chadwick se compuso, entre otras virtudes (algunas de ellas tímidas y ocultas), de las redes, los contactos y el prestigio que llegó a adquirir durante su trayectoria pública como político desde la dictadura en adelante y las décadas que han transcurrido desde entonces. La personalidad de Andrés Chadwick se talló al compás de la UDI y la trayectoria de la derecha, y, por lo mismo, ambas están indisolublemente ligadas.
Lo anterior es particularmente acusado en una sociedad tan endogámica como la chilena, donde las redes y las lealtades casi se confunden con las habilidades y las virtudes, casi siempre supuestas, de que se hace gala en la vida profesional y que van desde las amistades provenientes del colegio, la comensalidad de la que se participa y la vida política, todo lo cual concurre en este caso, especialmente si las virtudes que se tienen no son las propias del foro legal, sino las de la vida política hechas de contactos, llamadas, lealtades mudas, juegos de toma y daca.
Un político (y Chadwick lo ha sido toda su vida, al extremo de que no es en rigor abogado ni nada semejante, sino lo que Weber llamaría un político de profesión) tiene múltiples deberes, y entre ellos se encuentra el de respetar las reglas y las instituciones, evitar que su activo político se transforme en activo profesional, transitando, sin más, desde el Estado al quehacer privado, menos en la forma que ahora se le reprocha. Y que esos deberes, que no son puramente legales, se cumplan de manera escrupulosa, sin pretender —ahora que las cosas parecen grises o se oscurecen— que se trata de asuntos privados, es quizá lo que las fuerzas políticas deben recordar a la ciudadanía y, sobre todo, recordarse a sí mismas y a quienes las integran. (El Mercurio de Valparaíso)
Carlos Peña