El número de militantes de partidos de centroderecha, en comparación con el de sus votantes, es ínfimo. Sus dirigentes, empero, no parecen darse cuenta de que para la mayoría de sus electores es bastante indiferente si los candidatos nominados para competir en las próximas elecciones son de RN, UDI o Evópoli u otros, pues su interés principal es que se cumpla el objetivo de toda agrupación política, cual es evitar que aquellos que representan políticas muy alejadas de su ideario puedan ponerlas en práctica.
Esto no quiere decir que los partidos no sean importantes, pues son, a pesar del dañino desprestigio que los aqueja, un factor esencial para la correcta aplicación de una democracia liberal moderna. Edmund Burke, considerado como el primer teórico del concepto de gobierno representativo y de los partidos políticos, entrega lo que, a mi juicio, es la mejor definición de lo que deberían ser los partidos: se trata de “un cuerpo de hombres unidos para promover, mediante su labor conjunta, el interés nacional sobre la base de algún principio concreto acerca del cual todos se muestran de acuerdo”. Añade que quien cree en el valor de sus convicciones no puede rehusar el imperativo de adoptar las medidas necesarias para ponerlas en práctica, pues “es tarea del filósofo especulativo marcar los adecuados fines del gobierno”, pero “es labor del político, que es el filósofo en acción, encontrar los medios adecuados para lograr esos fines y emplearlos con efectividad”. Por lo tanto, “el primer propósito honorable de un partido político es encontrar los métodos para que aquellos que comparten sus opiniones y principios sean llevados a una posición que les permita llevar a cabo sus planes comunes, con todo el poder y autoridad del Estado”. En otras palabras, conquistar el poder.
La pregunta entonces es: ¿Tienen los distintos partidos de oposición creencias y principios en común? ¿Cuáles serían estos? ¿Son o no más importantes y profundos que sus diferencias?
Es imposible hacer justicia en este espacio a los idearios que compiten en los partidos de oposición entre conservadores y liberales, liberales clásicos y libertarios, socialcristianos y varios más, pero sí es posible rescatar creencias fundacionales compartidas. En primer término, una visión sobre la dignidad única de cada individuo y, en atención a ella, la obligación de construir un orden social, político y económico que asegure su libertad, garantice el imperio de la ley y del Estado de derecho y reconozca que cada persona es acreedora a ciertos derechos irrenunciables a su pensamiento, su religión y a la libre expresión de ellos.
Reconocen que las sociedades no pueden construirse solo a partir de principios abstractos, que no existe una carta blanca sobre la cual se pueda escribir, a partir de cero, una utopía aparentemente perfecta, pues reconocen las limitaciones que imponen la historia y la propia naturaleza humana; y por ello el camino es la reforma y no la revolución.
Creen también que el progreso material es necesario para promover los bienes de la civilización y el mayor bienestar de todos en los diferentes ámbitos de la vida humana y para proveer oportunidades para el desarrollo de los talentos existentes. Tienen conciencia de que, para lograr todo lo anterior, la humanidad no ha encontrado mejores instrumentos que una economía social de mercado y una democracia liberal representativa.
Sobre todo tienen certeza de que las propuestas de la izquierda radical, del FA y del PC son contrarias a todos los principios anteriores, y su destrucción, súbita o gradual, es una amenaza real.
Tal vez sea oportuno recordar otra recomendación de Burke: “Cuando los hombres malos se unen, los buenos deben asociarse; de lo contrario caerán uno por uno, siendo sacrificados sin piedad en una lucha despreciable”. (El Mercurio)
Lucía Santa Cruz