El columpio

El columpio

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Todo padre o madre sabe que si su hijo se columpia con prudencia, el péndulo vuelve al centro y no hay peligro; pero que si la criatura va demasiado lejos en una dirección, lo más probable es que salga volando y termine en la urgencia hospitalaria.

Lo mismo le pasa al Gobierno. Habiendo azuzado por dos años un reformismo hiperactivo que más se parecía al populismo, ahora da indicios de un retorno al centro e instala dos portentos en las carteras de Interior y de Hacienda. Pero a menos de 24 horas, sus propias bancadas parlamentarias salen a enmendarle la plana y dicen que no aceptarán tal cosa, al tiempo que los grupos de interés que se benefician de las leyes en trámite se declaran en estado de alerta.

El peso de la prueba -qué duda cabe- está del lado del Gobierno. Para que el país crea que se inaugura una era de apertura y diálogo, tendrá que hacer cambios, partiendo por la premisa fundante de su estrategia política.

Por razones insondables (Michelle Bachelet lideraba ampliamente en todas las encuestas preelectorales), la Nueva Mayoría decidió que para triunfar primero y gobernar después era menester comprarse toda demanda de cuanto grupo de presión se cruzó en su camino: fin a todo incentivo tributario al ahorro, menoscabo a los colegios subvencionados, gratuidad total y a cualquier costo en la educación superior, y un «proceso constituyente» cuyo contenido nadie aún ha podido desentrañar.

Y a poco andar, y aunque no estaban entre los tres pilares del programa, reforma laboral prodirigentes sindicales tradicionales y no promujeres y jóvenes, nacionalización del agua y, ¿por qué no?, estacionamientos gratis en los malls . Si, como dijo alguien, gobernar es priorizar, todo esto es el no-gobierno, la abdicación del deber de liderar que tienen quienes encabezan el aparato del Estado.

El resultado ha sido cuestionable en lo técnico, con reformas diseñadas a la carrera y que hubo que parchar en el Congreso. Y ha sido deficiente en lo político, porque los tan cacareados cambios no han dejado contento a nadie. Los grupos más radicalizados interpretan cada parche inevitable como una traición al programa y amenazan con movilizaciones. La clase media, mientras tanto, ve amenazado aquello que le resulta conocido -la educación subvencionada, las pymes-, se inquieta con el bajo crecimiento económico, y expresa una creciente desafección.

Para que el supuesto giro al centro sea algo más que una gambeta táctica, el Gobierno debe comprometerse a reformar las reformas. Como está, la reforma tributaria es tan compleja, que será casi imposible de llevar a la práctica. Queda tiempo, antes de que los cambios principales entren en vigencia en 2017, para optar por un solo sistema tributario (no los dos alternativos que contempla la reforma) y, manteniendo las metas de recaudación, hacer una reingeniería potente.

De paso, el ministro de Educación podría sincerar que la gratuidad total en las universidades es injusta, que los fondos no alcanzan, y que transitar por esa senda comprometería metas más prioritarias, como universalizar la educación preescolar o fortalecer la técnica.

En materia laboral, hay que defender aquello que es bueno para mujeres y jóvenes: los pactos de adaptabilidad que la dirigencia sindical tradicional quiere eliminar. Quitar aquello que discrimina, como la no extensión de beneficios de la negociación a los trabajadores que no pertenecen a un sindicato. Y decir un no tajante a lo injusto: la negociación ramal, que impondría las mismas condiciones a una pyme y a una gran empresa transnacional.

El acto final de sinceramiento tiene que ver con la Constitución. La ambigüedad del Gobierno por tanto tiempo ya ha hecho mucho daño. La guinda de la torta fue el anuncio de un «proceso constituyente» junto con el lanzamiento de las propuestas de la Comisión Engel. Todo gobierno alguna vez se ve forzado a improvisar un anuncio para cambiar el foco de la conversación nacional. Pero improvisar así con la piedra angular de una república democrática -su Constitución- marcó un récord de liviandad en la política nacional.

El mensaje solo puede ser uno: los indispensables cambios a la Constitución (no cualquier modificación para complacer a la galería) se discutirán donde corresponde, el Congreso, una vez que este haya fortalecido su legitimidad, eligiéndose bajo el nuevo sistema electoral.

Si estos cambios no se concretan, se habrá confirmado que la Nueva Mayoría no es, como dice ser, una coalición de centroizquierda. Y seremos muchos los que concluyamos que nos están columpiando.

 

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