Las razones para el cambio
Una distinción entre el tipo de razones que pueden esgrimirse para el cambio de Constitución ayuda a discernir el problema. Sugiero distinguir entre razones puramente normativas y razones explicativas.
Una razón normativa es una razón derivada de alguna concepción más o menos ideal de la sociedad política. Por ejemplo, si usted quiere cambiar una regla para que haya más solidaridad (porque usted piensa que la solidaridad es un valor importante), entonces usted tiene una razón de ese tipo. Una razón explicativa, en cambio, es una razón que describe las causas o motivos de alguna situación fáctica. Querer cambiar la Constitución para que la sociedad reconozca ciertos bienes que se estiman básicos, es una razón normativa. Querer cambiarla como mecanismo para apagar el malestar social, o aminorarlo, supone una razón explicativa.
Las razones de tipo normativo son derivadas de la orientación ideológica de los actores políticos; en tanto, las razones explicativas provienen de un diagnóstico acerca de lo que ocurre empíricamente.
¿De qué clase —normativas o explicativas— son las razones que se han formulado estos días a favor del cambio constitucional?
Si las razones son normativas (relativas, por ejemplo, a la mejor distribución de competencias institucionales o a la forma de consagrar un derecho), entonces parece obvio que ellas deben quedar entregadas a la competencia política abierta y a los procedimientos democráticos que la organizan, sin transgredirlos o alterarlos. Como se trata de razones dependientes del punto de vista ideológico, lo correcto es entregar su evaluación final a la competencia electoral. La democracia está para eso: es una competencia pacífica, en base a reglas, entre orientaciones ideológicas diversas. No es razonable que un punto de vista (de los varios en juego) triunfe sobre el otro mediante movilizaciones por fuera de las instituciones.
Si las razones son explicativas —es decir, dependen de un diagnóstico de la situación, un diagnóstico empírico que arriba a la conclusión que un cambio constitucional sería una forma de atenuar el malestar—, entonces primero hay que discutir la situación y dilucidar sus causas. Y si entre ellas hay un malestar constitucional, entonces hay una buena razón en torno a la que todos, al margen de sus puntos de vista ideológicos, podrían converger.
Lo que no parece razonable, en cambio, es asignar sin más al malestar social un significado constitucional. Algo así equivale a servirse de un malestar generalizado interpretándolo como un reclamo a favor de las propias razones normativas. Algo así ni es correcto ni le hace bien a la democracia.
Un ejemplo permite aclararlo. Suponga que un hijo cree que los miembros de su familia debieran distribuir más equitativamente entre sí las tareas domésticas (esa sería su razón normativa). Y de pronto sus padres experimentan una crisis que los pone al borde del divorcio (esto requiere una razón explicativa). Pero entonces, el hijo dice que una forma de evitar el divorcio es distribuir mejor las tareas domésticas. Es evidente que estaría confundiendo las causas del divorcio de sus padres (razón explicativa) con su propio punto de vista acerca de las tareas domésticas (razón normativa).
La Constitución y las políticas públicas
Un argumento que ha solido esgrimirse, y que merece atención, es que la Constitución de 1980 consagra un modelo económico-social y que ello limita la voluntad popular, haciendo de la democracia una simple puesta en escena. Este argumento es fuerte y merece ser considerado con atención. Él afirma que la Constitución de 1980 fue una forma astuta de asegurar un modelo económico-social de manera que fuere cual fuere la decisión de la voluntad popular, ese modelo y no otro guiará la vida colectiva. ¿Es verdad eso?
Este es un asunto altamente técnico; pero puede afirmarse en términos generales que la Constitución tolera una amplia gama de políticas públicas en campos como las pensiones, la educación, la salud o el agua, que son temas centrales en la vida colectiva. Un sistema de reparto, por ejemplo, sería perfectamente compatible con la Constitución desde el punto de vista normativo; salvo que se le quisiera dar efecto retroactivo, disponiendo que los fondos de las AFPs que pertenecen a los cotizantes, vayan de manera inmediata a un fondo de reparto, sin compensación alguna; pero ¿habrá una fuerza política que proponga eso que irritaría —según insinúan las encuestas— a la mayoría? Las reformas educacionales en curso fueron perfectamente compatibles con las reglas constitucionales, salvo que se quisiera prohibir la educación particular pagada; pero ¿hay alguien que haya formulado ese propósito? En fin, podría sostenerse. De lo que se trata es de establecer un acceso garantizado a ciertos bienes básicos, a ciertos mínimos contra todo riesgo; pero ¿cómo podría una regla constitucional conferir esa garantía sin transgredir su misma índole que es la de consagrar principios que maximizan bienes atendidas las circunstancias del caso? Es verdad que hay que avanzar en la mejor provisión de bienes primarios; pero creer que una regla podría asegurarlos de manera incondicional no es correcto.
Y en cualquier caso, si se trata de ampliar las posibilidades de la voluntad popular abriendo un amplio campo a la política democrática, evitando que las reglas constitucionales la limiten más allá de lo necesario, parece obvio que el propósito debiera ser no instalar una gran cantidad de principios y garantías en la Constitución, sino que las menos posibles. Si, como se afirma, el problema de la Constitución de 1980 es que establece un modelo económico-social, entonces para no incurrir en el mismo vicio que se le reprocha, habría que lograr que en el futuro ella sea compatible con la mayor posibilidad de políticas públicas. Y si esto es así, entonces, ¿habrá que cambiar la Constitución para que se refiera a menos cosas y no a más?
El valor simbólico
En fin, todavía se ha subrayado el valor simbólico del cambio constitucional. Cambiar la Constitución permitiría a los ciudadanos poner en escena la imagen que tienen de sí mismos como una parte igual de la comunidad política, cuya voluntad importa. Este punto de vista no cabe duda que es más persuasivo; pero esta realización simbólica debiera ocultar su carácter de tal (¿alguien reconocería ante la ciudadanía entusiasta que se trata de cambiar la Constitución, pero que ello será por razones meramente simbólicas más que para alcanzar resultados prácticos?). Por supuesto, un cambio simbólico para ser eficaz debiera poseer una estructura de plausibilidad, una escenificación, por llamarla así, que se realiza mejor en una asamblea constituyente que en cualquier otro modelo alternativo. Pero una asamblea constituyente en condiciones de alto malestar, como el de hoy, tiene pocas probabilidades de ser deliberativa y muy altas de dar la palabra a las minorías más organizadas que —si la dimensión simbólica es eficaz— acabarán creyendo que el acuerdo posee efectos reales y prácticos inmediatos.
Y el paso siguiente será la frustración.
Una propuesta
Si se conviene que las razones normativas de algunos actores políticos no son, necesariamente, las causas o razones explicativas del estallido social; si se acepta que la Constitución debe dejar espacio a la política democrática, para lo cual debe ser compatible con una amplia gama de políticas públicas, y si se admite que un cambio simbólico para ser eficaz no puede confesar que es meramente simbólico —motivo por el cual cuando ello quede al descubierto vendrá la frustración—, entonces, ¿no será un mejor camino alcanzar un acuerdo para modificar algunos quórums constitucionales y las facultades y la composición del Tribunal Constitucional? Algo así permitiría la existencia de un Congreso cuya voluntad expresada en la ley —gracias a la reforma del Tribunal Constitucional— sería respetada en la máxima medida posible.
Y el resto se arbitraría mediante las siguientes elecciones, cuando se escogiera a los representantes.
Algo así no estará, claro, a la altura simbólica de una nueva Constitución; pero como la política casi siempre consiste en elegir no el mejor de los mundos, sino el mejor posible de todos los que están a la mano, no parece tan mala alternativa.