Podríamos mejorar nuestra convivencia en libertad si, del intercambio de argumentos acerca de cuán legítimo es celebrar o no el 11 de septiembre de 1973, nos quedara un acuerdo esencial: no podemos olvidar a las personas, a los seres humanos concretos que, por desgracia, en ciertas encrucijadas traumáticas de la historia, se disuelven en la noción de enemigo.
Cuando el Derecho se convirtió en Chile en una palabra vacía y los agentes del Estado actuaron al margen de toda ley, el retroceso fue simplemente devastador, como está documentado en los informes Rettig (1991) y Valech (2004). En los peores días de la inclemencia, hubo quienes prefirieron cerrar los ojos, y es justo reconocer que la Iglesia Católica no lo hizo y salvó muchas vidas.
El cincuentenario del golpe de Estado demostró que no existe la posibilidad de imponer una historia oficial al respecto y, además, que no pueden disociarse las causas de las consecuencias. Más todavía: porque fueron terribles las consecuencias, no es posible eludir las causas, en primer lugar, por la potencia destructiva que tienen las confrontaciones políticas ciegas.
Ojalá las nuevas generaciones no hereden las justificaciones militantes sobre una etapa en la que llegaron a dominar el odio y el miedo, y que puedan asimilar el valor universal de los derechos humanos, lo que implica entender que las excusas generales no tapan los crímenes particulares, que un torturador anticomunista no es moralmente superior a un torturador comunista, y viceversa. El drama de hace medio siglo dejó heridas que, con razón, han demorado en cicatrizar. Su expresión más dolorosa fue el asesinato de prisioneros.
Lo relevante es cuánto hemos aprendido de nuestra tragedia, porque de ello depende que no repitamos los errores catastróficos. Lamentablemente, hace cinco años se hizo evidente que las lecciones pueden olvidarse pronto y que los riesgos de desastre pueden estar a la vuelta de la esquina.
Hay un imperativo moral y político que debería comprometernos a todos, más allá de cualquier filiación: no podemos volver a perder la democracia. (El Mercurio Cartas)
Sergio Muñoz Riveros