Ya no se trata de resquicios legales, ya no se trata de ese conjunto de pillerías que descubrió Eduardo Novoa Monreal para darle a la revolución a la chilena un toque de formalidad, mientras en el fondo la Unidad Popular subvertía todo el ordenamiento jurídico, por “burgués y opresor”.
Pero a pesar de su perfidia, había detrás de aquel mecanismo toda una teoría que lo hace históricamente interesante y que ha motivado el notable libro del profesor Cristián Villalonga, “Revolución y ley. La teoría crítica del Derecho en Eduardo Novoa Monreal”.
Lo que vemos hoy es algo muy distinto: es el barbarismo jurídico, esa tendencia que se caracteriza por la disolución de todos los criterios que respaldan las normas, hasta convertirlas en meras manifestaciones de la voluntad de poder. Los historiadores del Derecho conocemos de sobra períodos de larga oscuridad conceptual, en los que se han desplegado pobrísimas construcciones —destrucciones, más bien— que pretendían ser jurídicas y no pasaban de ser vulgares caprichos.
Por supuesto que detrás de buena parte de las formulaciones del actual proyecto constitucional hay neoideologías que fundamentan determinados artículos. Muchas de esas normas que producen risa o furia no son ni locuras ni idioteces; definitivamente, no lo son.
Pero cuando el indigenismo, el ecologismo profundo, el generismo, el animalismo, el no extractivismo, el igualitarismo, el victimismo, el juvenilismo, el pansexualismo y otras construcciones pseudoconceptuales pretenden expresarse en normas, sucede lo obvio, que no por serlo, deja de ser grotesco: los artículos muestran deseos tan primitivos, que usan un lenguaje paupérrimo e incurren en frecuentes contradicciones, porque es imposible reconducir esas normas a una fundamentación común. Así lo han percibido aquellos convencionales que han intentado en vano purificar el barbarismo de los lenguajes y mostrar las confrontaciones entre artículos: han sido tildados, una vez más, de agentes de la opresión burguesa. “Abogados”, les han dicho con sorna, abogados de un mundo que las izquierdas radicales buscan destruir.
Ya no es el proceso de descodificación lo que caracteriza nuestra producción jurídica. Ahora es el tiempo de la deslegalización, palabra tan horrenda como lo que verdaderamente sucede con la realidad que expresa.
Es la degradación de la ley positiva como expresión de lo bueno para todos y como principio rector de la convivencia, para así convertir las normas en manifestaciones de mil propósitos identitarios, de mil efusiones de venganza incoordinables entre sí e inmanejables en la práctica. Es la norma sujeta al capricho, subordinada al sentimiento, funcional a la obtención de una ventaja concreta. Imposible como vehículo de la justicia, pura voluntad de poderes (sí, poderes en plural, lo que la hace todavía más riesgosa).
En las cabezas de quienes las han propuesto —y de algunos otros que las han aprobado con convicción— no existen ni la mirada institucional ni el sentido relacional. Son mentes en que la norma cuaja como lo contrario de lo normal, son cabezas en que lo normativo es sinónimo de ruptura y fractura. Por eso, el proyecto constitucional es un agregado asistemático de pequeños trozos —minúsculos algunos— que pretenden consagrar unas supuestas diversidades identitarias, para lo que proponen una sumatoria sinfín de casos aislados, al mismo tiempo que aparece en el trasfondo el ogro filantrópico, sí, el Estado todopoderoso que irá caso a caso, situación por situación, haciéndonos felices a todos.
Porque a fin de cuentas, como el Derecho sería despedazado, el Estado se convertiría en la única Norma. (El Mercurio)
Gonzalo Rojas