El día después

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“Distanciamiento social”, continuamos diciendo, mientras que la OMS recomendó sustituir esa expresión por “distanciamiento físico”. Todo un acierto, sin duda, porque lo que se nos pide es lo segundo, no lo primero, y en esto, como en todo, las palabras importan y debemos cuidarnos de no incurrir en un uso desprolijo de ellas. Así, por ejemplo, cuando salgo ahora dos veces al día a caminar por el barrio, me suelo topar con algún vecino que hace lo mismo. ¿Y qué hacemos entonces? Nos detenemos a una cierta distancia (distanciamiento físico), pero no incurrimos en distanciamiento social y conversamos y hasta nos reímos durante sus buenos minutos.

“Distanciamiento social” sugiere que tendríamos que apartarnos unos de otros, desconocernos, cruzar a la vereda de enfrente, volver casi a las cavernas y recelar de cualquiera cuyos pasos escuchemos desde nuestra guarida. Ponernos así fuera de la sociedad, sustrayéndonos a la vida en común, restándonos a las pequeñas comunidades de que formamos parte, tales como familia, amigos, vecindario, y a las más amplias de la ciudad, el país y el continente que habitamos, y hasta a la completa especie de que somos parte a nivel planetario. Podemos dar mayor o menor valor relativo a esas pertenencias, pero no por ello desconocerlas ni dejar de estimarlas, especialmente en tiempos de una pandemia que amenaza a todos por igual, salvo aquellos que al vivir en desmejoradas condiciones materiales de existencia están mucho más expuestos a contagiarse. Tres, cuatro, cinco o más personas pueden convivir en muy escasos metros cuadrados y tienen que arreglárselas como pueden, es decir, solos, en espera de poder salir a la calle, trabajar y continuar con sus vidas.

“Distanciamiento social” podría entenderse también como parte del mensaje de ciertas doctrinas que con éxito abrumador vienen sosteniendo desde hace varias décadas que la sociedad no existe, que solo hay individuos y sus familias, un pensamiento muy caro a un economista como Hayek y a una gobernanta como Margaret Thatcher.

Pero veamos: vivir en sociedad es hacerlo en relaciones recíprocas y permanentes de intercambio (uno compra y otro vende), de colaboración (un profesor se reúne con sus alumnos), de solidaridad (los compañeros de curso asisten a aquel que se encuentra enfermo), de competencia (dos estudiantes aspiran a obtener un mismo premio, dos rivales deportivos se enfrentan en el campo de juego, dos o más empresas ajustan sus precios a la baja y evitan coludirse), de desacuerdo (debe o no haber negociación colectiva por ramas de la producción), y de conflicto (los trabajadores deciden ir a huelga). Todas esas relaciones son inseparables de la vida en común y ninguna de ellas, ni siquiera los conflictos, deben ser vistas como patologías sociales.

Pero hay quienes creen que solo hay relaciones de intercambio y de competencia, o que ambas, atendida cómo es la naturaleza humana, son las que predominan largamente sobre las demás, y que, por tanto, restan importancia a las relaciones de cooperación y esbozan una sonrisa irónica ante las de solidaridad. La cooperación, y sobre todo la solidaridad —dicen— tienen que ser dejadas a iniciativas privadas de sujetos caritativos o generosos, y no deben ser materia de leyes ni de políticas públicas que las induzcan o impongan como un deber de todos. En eso es lo que ha estado el mundo durante el último medio siglo, incitando y aplaudiendo un egoísmo posesivo en el que la única igualdad aceptable es la de oportunidades para transformarnos todos en egoístas que competimos unos con otros y tratamos de sacarnos ventajas y obtener beneficios propios a como dé lugar.

¿Seremos ahora capaces de modificar ese estado de cosas? ¿Seremos capaces de forjar cada uno nuestra individualidad atentos y a la vez activos para que los demás puedan también formar las suyas a partir de condiciones materiales de existencia que sean el resultado de garantizar a todos el acceso a bienes básicos de atención sanitaria, educación, vivienda y seguridad, o seguirán imponiéndose los intereses de los menos sobre las necesidades de los más y los gobiernos de los grandes países a los pequeños?

Lo dirá el todavía lejano día después que todos estamos esperando. (El Mercurio)

Agustín Squella

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