El error constituyente

El error constituyente

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No es razonable juzgar lo que ha ocurrido este domingo sin volver la vista atrás y sin recordar ese momento en que se esgrimió la solución constitucional, la idea de que el cambio de las reglas básicas podría resolver los problemas más graves que nos aquejaban.

¿Cómo explicar esa creencia que en los últimos años anegó el espacio público?

Desde luego, esa convicción de que un cambio constitucional puede remediar los problemas (o remover los obstáculos que impiden resolverlos) descansa en una concepción de la vida social que suele seducir, por razones profesionales, a los juristas (que atan a ellas y a su relevancia su propio prestigio y situación social). Se trata de la idea de que la vida social es un contrato, es decir, un arreglo a disposición de la voluntad, de manera que esta última puede, especialmente si es colectiva, diseñar la vida en común. Las reglas formales serían las productoras del orden social. Así, cuando todo se desordena, o amenaza con desordenarse, la primera reacción es recurrir a las reglas.

Esa convicción ha encontrado en la región de Latinoamérica un suelo propicio para florecer, como lo prueba el hecho que en ella ha habido cerca de 400 cambios constitucionales (aunque, a pesar de ello, la realidad social ha seguido incólume). El resultado del domingo, sumado al rechazo del proyecto de la Convención, muestra afortunadamente que Chile en esto sigue siendo una excepción. Y es que esa expresión del delirio americano (como lo llama Carlos Granés) no parece haberlo infectado del todo.

Pero también hay otras razones de índole, por llamarlas de algún modo, políticas o ideológicas.

La idea de una solución constitucional comenzó a expandirse en el segundo gobierno de la Presidenta Bachelet. Por entonces la izquierda, o parte de ella, comenzó a sentirse incómoda con su propia trayectoria y comenzó, entonces, el esfuerzo por expresar esa incomodidad. ¿Cómo hacerlo, sin embargo, en momentos en que las ideologías, esos relatos globales que diagnosticaban el presente y trazaban las líneas del futuro, estaban a la baja? El resultado fue el simplismo, la reducción de complejos problemas sociales a una sola idea de digestión fácil: los tropiezos de la modernización eran producto de una Carta ilegítima y embaucadora; los problemas educacionales un resultado del lucro; el temor a una vejez desamparada el fruto de la cicatería de las AFP; las vicisitudes y trampas del mercado, la prueba de que este último es una forma de colusión diseñada para expoliar a los consumidores, etcétera.

Hubo, pues, en la esfera pública chilena, un error de diagnóstico, una cierta pobreza intelectual animada por el anhelo de tener el poder (el poder en la esfera pública, en los medios o en el Estado) más que por el deseo de tener la razón. El fenómeno afectó a todos o casi todos como lo prueba el hecho que nadie se opuso a ese simplismo y más bien casi todos se sumaron irreflexivamente a él. También afectó, por supuesto, a la derecha que, al no haber efectuado nunca una reflexión crítica y radical sobre su papel en la dictadura, era portadora (aún lo es) de una sombra de culpa nunca explicitada que la hizo inclinarse en silencio frente a la mayor parte de esos diagnósticos.

Pero al fetichismo constitucional (a veces fruto del interés profesional, a veces resultado de la ignorancia) y al simplismo intelectual (el sucedáneo de una ideología más densa) se sumó otro rasgo que aún asoma en el debate público: el buenismo.

El buenismo es una forma de reaccionar frente a la realidad social por la vía de moralizarlo todo. El diagnóstico sociológico o jurídico se baña, se impregna y se anega de un fervor moral que lo guía y lo orienta. El buenista juzga al mundo desde su propia subjetividad, desde la convicción que lo anima íntimamente. Es justo lo que Hegel, en “La fenomenología del espíritu”, llama “alma bella”. El buenista (en el Frente Amplio abundan) erige su propia convicción subjetiva, su sentimiento espontáneo, en la medida de la vida social. El fenómeno es propio de una sociedad que ha deteriorado sus agencias socializadoras (el barrio, la iglesia, los sindicatos, los partidos, la familia) dejando a las nuevas generaciones al garete; pero como nadie puede vivir en el vacío, la gente termina, especialmente los jóvenes, aferrándose a sí mismo y a lo que siente, para, desde allí, juzgarlo todo.

¿Significa lo anterior que el cambio constitucional es siempre irrelevante y que la vida social se erige con prescindencia de las reglas constitucionales?

Por supuesto que no; pero el lugar que cabe a las reglas constitucionales en la vida social es más bien subordinado. Y en cualquier caso (y al revés de lo que ha ocurrido en estos años) exige recordar que las reglas no guían la vida, sino que en la mayor parte de los casos la siguen; que el simplismo suele ser un disfraz de la ignorancia; y que no se puede hacer política inspirado en el buenismo, que un alma bella nunca origina a un buen político.

La suma de confianza en las reglas, simplismo y buenismo inspiró la solución constitucional y terminó, como está a la vista, en la constatación de un error.

Puede llamársele el error constituyente: el error que constituyó a estos años.

Carlos Peña