La política es la arquitectura completa, incluso los sótanos.
José Ortega y Gasset
Como investigador académico contratado por Nelson Rockefeller, Secretario de Estado de dos presidentes norteamericanos y asesor de los que siguieron en la Casa Blanca, el centenario Henry Kissinger fue protagonista estelar de la política exterior de los Estados Unidos. Por añadidura, un ícono de la política mundial.
Sin embargo, nunca fue ecuménicamente aceptado, pues su personalidad mostraba dos versiones tan desconcertantes como las del novelesco Doctor Jekyll y su otro yo Míster Hyde. En una deslumbraba por su desparpajo, inteligencia y conocimiento del planeta político. En la otra atemorizaba por el realismo despiadado con que ejercía su altísimo poder. Quienes mejor y más precozmente describieron esa dualidad fueron su biógrafo y colega de Harvard David Landau y Oriana Fallaci, la estelar entrevistadora italiana. El y ella detectaron, en 1972, que su arrogancia ocultaba una timidez de fondo y hasta una cierta misoginia. Según Landau, en Harvard fue “un profesor amargado, frustrado e inseguro”. Fallaci logró sonsacarle que “para mí las mujeres son sólo una diversión” y el reconocimiento de que era “bastante tímido”. Esta respuesta la matizó diciendo que su imagen pública era inexacta, pero que nunca confesaría quien era: “no se lo diré jamás a nadie”.
Obviamente, tanto Landau como Fallaci quedaron inscritos en su bitácora negra.
Su lado luminoso
Con esa gran reserva, no puede desconocerse que Kissinger hizo de su vida una obra de realismo mágico. Una breve sinopsis biográfica dice que nació en una familia judío-alemana, huyendo del nazismo llegó quinceañero a los Estados Unidos, se nacionalizó norteamericano y estudió en las tardes para ser contador, mientras trabajaba de día en una fábrica de brochas de afeitar. Durante la Segunda Guerra Mundial, sirvió en el Ejército, obtuvo el título de oficial de reserva y ello le abrió las puertas de la elitista Universidad de Harvard. Su desempeño allí y los libros que comenzó a publicar fueron el inicio de una gran fama académica. Para intelectuales, discípulos y colegas (exceptuando a Landau) , esto lo convertiría en uno de los hombres más brillantes que el país haya producido.
Por carambola, propia de una sociedad abierta, tal notoriedad atrajo a los head hunters (“buscatalentos”) del magnate Nelson Rockefeller y, luego, a los presidentes norteamericanos comenzando con Dwight Eisenhower. Así llegó a materializar el sueño de muchos internacionalistas: ejecutar desde sus gobiernos las políticas que antes habían contribuido a diseñar. Fue lo que hizo, primero como asesor presidencial y luego como Secretario de Estado de Richard Nixon y Gerald Ford.
Desde esas plataformas Kissinger fue artífice principal del orden mundial del último período de la Guerra Fría, con aportes sobre la seguridad compartida en tiempos del terror nuclear y sobre el linkage, en cuanto relación necesaria -no ideológica- entre potencias antagónicas. Incluso puede decirse que, superando el bilateralismo de la Guerra Fría, sentó las bases de una relación triangular entre los Estados Unidos, la República Popular China y la Unión Soviética. La misma que, con el reemplazo de la Unión Soviética por Rusia, sigue vigente en nuestros años de Paz Fría… y aportillada.
Ese currículo explica que el personaje siguiera siendo consultado por todos los presidentes que siguieron a Ford, incluyendo al mismísimo Donald Trump. Si a ello se agrega que dejó como legado una obra voluminosa, bien escrita y políticamente insoslayable, es plausible que para muchos haya muerto en olor de clásico, como el francés Talleyrand y el austríaco Metternich, forjadores del orden mundial de sus tiempos europeos.
Su lado oscuro
Los chilenos conocimos y sufrimos la parte oscura de su imagen. Su declaración de septiembre de 1970, sobre nuestra “irresponsabilidad” como electores, fue un desplante insólito para el más alto responsable de la diplomacia norteamericana. Además, calificar a Salvador Allende como “enemigo jurado de la democracia” y decir que los Estados Unidos “nada tuvieron que ver con los planes de su derrocamiento” -consta en dos tomos de sus Memorias- fueron mentiras ideológicas propias de un político marrullero, pero impropias de un intelectual político de su categoría. Al respecto fue desmentido indirectamente por su embajador en Chile Nathaniel Davis, quien reconoció la compleja circunstancia política de Allende y su vida como demócrata. Más tarde Colin Powell -uno de sus sucesores como Secretario de Estado- diría que «respecto al Chile en los setenta y lo que ocurrió con el señor Allende, no es una parte de la historia norteamericana de la que estemos orgullosos».
No fuimos los únicos en experimentar sus políticas y diseños de fuerza. Sus decisiones más audaces produjeron millones de víctimas concentradas en el sudeste asiático. Se sabe que aserruchó el piso a los negociadores de Lyndon Johnson, para llevarse los laureles de la paz con Vietnam, aunque al costo de siete años más de guerra. En paralelo, dio armas y manos libres al dictador indonesio Suharto, para anexarse Timor, repitiendo la masacre de Yakarta. También autorizó bombardeos secretos sobre Cambodia, para inducir la caída del neutralista príncipe Sihanouk, creando el vacío por el cual se coló el genocida Pol Pot y sus jemeres rojos.
Está claro que no mató personalmente a nadie pero, para sus críticos duros, indujo crímenes de guerra y contra la humanidad según la nomenclatura de Nuremberg. Sin duda, una acusación terrible para un judío que llegó a los Estados Unidos huyendo del antisemitismo nazi. Todo indica que, para contrarrestarla, quiso salir jugando como Beckenbauer, uno de sus futbolistas admirados. Para ese efecto, tras firmar en 1973 los Acuerdos de París sobre el fin de la guerra de Vietnam, consiguió ser galardonado con un insólito Premio Nobel de la Paz, compartido con su homólogo norvietnamita Le Duc Tho. La jugada se le malogró pues, como dicen los comentaristas del fútbol, el norvietnamita leyó bien la jugada y rechazó recibir ese galardón. Además, dos miembros del comité del Nobel dimitieron en protesta.
Por lo señalado, muchos analistas sostienen que, para garantizar la impunidad de Kissinger, en cuanto vinculada a políticas de Estado, los Estados Unidos rehusaron comprometerse con el Tribunal Penal Internacional.
Tentación Fáustica
Digamos -ahora por cuenta propia- que en cuanto especialista en política internacional, Kissinger fue tentado por su demonio de la guarda con una oferta de dos en uno: ser el consejero del Príncipe y el Príncipe mismo.
Fascinado, cedió a la tentación fáustica y vendió su alma académica para ejecutar sus diseños desde el superpoder. Haciéndolo, descubrió que ello lo obligaba a renunciar a todo tipo de principios teóricos, éticos, morales y democráticos. Su talante, a partir de entonces, fue justificar cualquier hecatombe de su incumbencia, aunque ello significara prevaricar. Es decir, mentir, ocultar y esconderse en los secretos de Estado.
Tal déficit de escrúpulos ha puesto en aprietos a quienes conocemos la excelencia de su obra propiamente académica. Sus textos de genuino experto, como digo a mis alumnos, son imprescindibles para entender la esencia y variables de la realpolitik. Sus análisis de Richelieu, Metternich y Bismark son magistrales. También lo son sus semblanzas de los líderes que conoció de cerca, entre los cuales Mao Zedong, Charles de Gaulle y Margaret Thatcher. Pero, paralelamente, están sus textos e informes escritos para autojustificarse y engañar incautos.
Desde su cultura politológica, Kissinger tenía esto muy claro y lo racionalizó así en sus Memorias: “Los líderes tienen poco tiempo para reflexionar. Están atrapados en una batalla interminable en la que lo urgente se impone constantemente a lo importante. Son como un hombre en la cuerda floja: sólo avanzando pueden evitar una caída”
Arrepentimiento silencioso
En el balance final, su lado oscuro lo muestra como una versión moderna de los titanes políticos que describiera José Ortega u Gasset. Esos que “no tienen las virtudes de un honrado y corriente burgués” pues la inmoralidad, entre otras taras, “configura los cimientos subterráneos, las oscuras raíces que sustentan el gigantesco organismo de un gran político”.
En cuanto a Chile, esto explica que tras mentir en sus Memorias, para justificarse ante el mundo democrático, la reacción de sus pares le indujera algo parecido al arrepentimiento. Por eso, en su obra posterior eludió el tema de su apoyo a la dictadura y esto queda muy claro en Liderazgo, publicado a los 99 años, en tiempo complementario. En sus 515 páginas brinda prolija información sobre los gobernantes y conflictos más notorios de los años 70-80 , pero omite cuidadosamente un país y dos nombres: Chile, Allende y Pinochet.
Endosó así la sabiduría de don Quijote cuando, enfrentado a un fenómeno nauseabundo, dijo a Sancho que “más vale no meneallo”. (El Líbero)
José Rodríguez Elizondo