El fantasma de Cheyre

El fantasma de Cheyre

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La sentencia condenatoria al general Cheyre, por su complicidad en un puñado de crímenes, plantea el problema de los límites de la responsabilidad personal.

Cuando los crímenes se cometieron, el general Cheyre no era el General Cheyre, sino un oficial menor que iniciaba su carrera, un asistente o ayudante de otros que sí detentaban o poseían o ejercían el poder, es decir, personas cuya voluntad podía acabar con la vida de otros. Cheyre, en esa calidad, habría participado de la reunión previa en la que se revisaron los antecedentes de aquellos cuyos procesos debían acelerarse, que era, en la mayor parte de los casos, el eufemismo con el que se decía que debían morir.

¿Es posible asignar responsabilidad a quien en una posición subordinada no decidía ni opinaba, y es probable que ni siquiera adhiriera a lo que allí estaba ocurriendo, a pesar de que, en estricto cumplimiento de sus funciones, cooperaba para que se consumara? No es difícil imaginar a Cheyre en esos años de su juventud trayendo y llevando carpetas, escuchando en actitud marcial las decisiones, comunicando a algunas de las víctimas el destino de sus familiares y consolando así, es posible, la culpa que entonces debió sentir.

¿Se comete un error entonces al hacer responsable a Cheyre?

No.

Gustav Radbruch, quien fue ministro en la República de Weimar (el momento en que la democracia de masas comenzó a expandirse), escribió luego de la guerra que quizá uno de los errores entonces cometidos fue la enseñanza que recibían los militares y los abogados: a los primeros se les enseñó que “órdenes son órdenes” y a los segundos, que “la ley es la ley”. En esos enunciados precipitaba buena parte de la cultura de un estado racionalizado y sometido a reglas y a una estricta cadena de mando. Y todos sabemos hoy —concluyó Radbruch por el año 46— a lo que condujo.

Lo que Radbruch quiso decir fue que el gran aprendizaje de esos años era que una sociedad no puede funcionar si suprime la responsabilidad personal.

Si la Corte Suprema hubiera absuelto al general Cheyre con el argumento de que cumplía órdenes que no podía rehusar, que no resultaría razonable culpar a alguien por algo que no decidió y en lo que habría participado como simple funcionario (guardando las distancias fue el argumento de Eichmann: yo era un lector de Kant, dijo, subrayando así su sentido del deber), habría elevado a principio la idea de que hay situaciones en la vida y en la política donde la responsabilidad personal no existe y donde el individuo queda rebajado a una simple marioneta cuyos movimientos son teledirigidos. Y basta pensar qué sería de la sociedad si ese principio se generalizara, si se enseñara a las nuevas generaciones que hay situaciones en que la responsabilidad se disipa, se diluye y desaparece como una niebla transitoria, cuando se está en una posición subordinada y simplemente se cumplen órdenes.

¿Alguien enseñaría a sus hijos, o un profesor a sus alumnos, lo que recordaba Radbruch: no discutas: órdenes son órdenes; no discurras: la ley es la ley?

En la tradición cristiana hay una vieja y brillante querella en la que participó Pelagio, un monje de origen más o menos incierto, que polemizó con San Agustín. Pelagio siempre arguyó que cada uno dependía de su voluntad y que incluso en las peores situaciones se podía evitar pecar. Su tesis, conocida como pelagianismo, fue condenada por herética y combatida por San Agustín; pero no porque la responsabilidad personal no existiera, sino porque Pelagio parecía suprimir el papel de la gracia en nuestra conducta virtuosa. Agustín sostenía, en consonancia con lo que ha llegado a ser doctrina, que los pecados mínimos, veniales, era inevitable cometerlos; cooperar en la muerte de otro (en el caso del general Cheyre de más de una decena, según el fallo) era, sin embargo, inaceptable y no podía sostenerse que si se los cometía o se cooperaba con ellos la culpa era de la gracia que le había, en el momento homicida, restado el auxilio.

Es probable que el general Cheyre, después de tantos años, a la hora de reconstruir su vida y sus recuerdos, no se reconozca en el joven diligente y obediente y cooperador (“a sus órdenes, mi general”, debió decir entonces en tono marcial cuando acarreaba carpetas donde constaba la identidad de quienes debían morir), y es probable que por lo mismo, en sus recuerdos o en sus relatos, no se refiera a sí mismo empleando la primera persona, sino que diga “el de entonces”, como subrayando que ya no es quien fue y que hoy, por supuesto, no haría eso que hizo y por lo que acaba de ser condenado.

Pero lo que la Corte Suprema acaba de recordar —y recordarnos— es que la responsabilidad es siempre retrospectiva y exige volver la vista atrás. Por eso es estúpida y tonta esa observación tantas veces repetida, según la cual no hay que remover el pasado, como si la responsabilidad no fuera siempre relativa al pasado y como si quien acabara de atropellar a alguien hace un año o dos o cinco pudiera decir en su defensa ante el juez: pero ¡qué es esto de andar removiendo el pasado!

El pasado no puede borrarse, al menos legalmente, por el recurso del arrepentimiento o el nunca más o recomendando el remedio del olvido, porque cada uno está atado a aquel que fue, a los actos que ejecutó, a lo que hizo o no hizo, a la cobardía a la que cedió, así pasen los años o la arena del olvido prometa borrarlo todo, haciéndolo desaparecer igual que el viento echa lejos esa pelusa posada en la charretera o en la condecoración, motivo por el cual hay que recordar y enseñar por enésima vez eso que decía Sartre: cada uno se elige a sí mismo en cada uno de sus actos y, así, dibuja sus propios fantasmas. (El Mercurio)

Carlos Peña