«Se podrá decir que así como la humanidad pasó de la oralidad a la escritura, también transitó de la belleza de las velas desplegadas al ruido sordo de la caldera y del humo, y ahora lo hace a una era donde el mar no será obstáculo…»
Otrora, al contemplar los barcos surtos en la bahía de Valparaíso, destacaban los cruceros «Prat» y «O’Higgins», del tipo Brooklyn, típicos de los años de la Segunda Guerra Mundial. Anclados proa al norte imprimieron por décadas la vista que se tenía del molo de abrigo. En la bahía atracaban los barcos mercantes y los de cabotaje, con sus palos (grúas), sus cubiertas llenas de minucias, empinadas escaleras, garfios, cuerdas («espías») y la arquitectura de su castillo, casi siempre al centro, que a uno le parecían enormes, pero que venían a ser una fracción de los actuales.
A la gira, como si esperaran a Godot, estaban los barcos más desvencijados, prontos a ser vendidos como fierro viejo. Había algunos hermosos de la segunda o tercera década del siglo y parecía inconcebible que no sirvieran para nada. En la base del molo había barcos y botes pesqueros, lo mismo que frente a la costanera en Bellavista. Inmejorable el aroma marino de putrefacción, mezcla de desechos orgánicos e industriales, que emanaba de la actividad naviera, grande o pequeña, combinada además con la pesca ya podrida y la de los peces que aún aleteaban. De los pocos «transatlánticos» que arribaban hasta 1958 relucía el «Reina del Pacífico», que en la guerra había transportado tropas; en el Bogarín hasta hace pocos años colgaba la foto en blanco y negro del «Rossini», que arribó hasta 1975 y en el que navegué por una circunstancia extraordinariamente afortunada.
Poco queda. La construcción naval evolucionó en concatenación con la cultura contemporánea hacia formas todavía más funcionales, con resultados desprovistos de encanto. Los barcos de guerra de hoy no tienen nada que ver ni con el «Victory» de Nelson, ni la «Esmeralda» -se encarece visitar la reproducción en Iquique-, ni con nuestro «Latorre». Cual utopía negativa, las fotos de un nuevo destructor norteamericano, el «Zumwalt», de tres mil millones de dólares, el que visualmente solo es una plataforma y una torre. Los mercantes semejan paralelepípedos, contenedores titánicos que se desplazan por los mares sin navegar, gobernados no desde la noble rueda -simple adorno cuando la hay-, sino que desde computadores en puentes de mando sin claraboya. Los transatlánticos fueron sucedidos por los modernos cruceros, malls flotantes, con casino, cine, tiendas, juegos, etcétera. En fin, el mar y el viaje son un dato lejano, un paisaje inmóvil, trasfondo de una tarjeta postal, no vívida experiencia. El fin del barco de verdad, ¿será el fin del viaje y el fin del mar?
Se podrá decir que así como la humanidad pasó de la oralidad a la escritura, también transitó de la belleza de las velas desplegadas al ruido sordo de la caldera y del humo, y ahora lo hace a una era donde el mar no será obstáculo (¿por eso este se sacude colérico mediante sus marejadas?). Es una parcela de lo que el pensamiento contemporáneo ha llamado el «fin de la experiencia», de la capacidad de vivir ritos y símbolos más allá de una comprensión intelectual.
Sin embargo, en la historia humana al lado de la transitoriedad de hombres e instituciones se da un movimiento de compensación que a veces no percibimos a primera vista. En este caso es que en los últimos dos siglos junto con el fin de los veleros se da un incremento del deporte de la vela. Viene a ser un barco simbólico y real, como el jardín y el macetero constituyen símbolo y materialidad de que la tierra es a la vez escasa e infinita. En Chile es un reforzamiento a nuestra pobre conciencia marítima. Habría que promoverlo tanto para los privados como para el acceso público. De ahí puede dimanar un cariño por el mar y afán de supervivencia de este y del velero como emblema del barco.