Aquel 18 de octubre se grabará en nuestra memoria y en nuestra historia con la fuerza con que se graban los terremotos. Recordaremos lo que hacíamos ese atardecer y la impresión que nos causó. Su quinto aniversario acumula ya muchas páginas que tratan de explicar cómo es que llegamos a esa noche y a las muchas réplicas que siguieron a ese movimiento telúrico. Ese debate acerca del pasado está cargado de futuro.
La forma en que lo recordemos, la manera en que nos expliquemos esa noche y los meses que siguieron configurarán la imagen que nos devuelva el espejo en que nos vemos como colectivo y configurarán, en parte, la cultura, el orden político, social y económico que vamos construyendo. Es importante entonces cómo nos explicamos esa noche y las siguientes. Entender que Chile despertó o se volvió loco. Si aquello fue una fiesta de rebeldía, la expresión de un malestar acumulado, la anomia, el afán por derribar el poder y el orden, para imponer otro o ninguno o una cierta combinación de todo ello.
Lo que importa es el futuro, no el pasado; pero la manera en que este nos habita condiciona la manera en que reaccionamos a los hechos del presente. Al igual como procesar bien nuestro pasado individual es condición de una mejor vida futura, hacernos cargo colectivamente bien del pasado común puede ser condición de una convivencia más sana. Aunque en un registro más modesto, reconocer cómo hemos cambiado desde entonces ayuda a entender cómo vamos significando ese hecho que nos impactó.
Hay sectores que parecen haber sacado lecciones del 18-O. En el privado, aunque no se han detenido los abusos ni las colusiones; los escándalos no tienen ni la magnitud ni la cantidad de entonces, que echaron levadura al malestar de la época. El lenguaje de los empresarios también ha cambiado y hoy las empresas gozan de mayor confianza que cualquiera de las instituciones estatales, con la sola excepción de los municipios (CEP). Esto hace difícil pensar que aquella noche se inició un caminar irreversible al socialismo y que, en cambio, seguiremos en la misma discusión de los 30 años; esto es, cuánto y cómo regular el capitalismo. Solo que ahora la política está mucho más empantanada e ineficaz para regularlo de lo que nunca estuvo en los 30 años.
A tal punto parece haber cambiado la temperatura desde ese 2019 que el porcentaje de quienes se identifican con el centro ha crecido desde un 26 a 42%; hay mucha más satisfacción con la propia vida; la gente se siente más empoderada y llevando una vida más satisfactoria (CEP). Entonces, la tierra parece hoy menos propicia que hace cinco años al pregón de que la gente de a pie se percibe como víctimas de los poderosos de siempre.
La valoración del orden se ha recuperado. Si en diciembre de 2019 la libertad era casi tan apreciada como la seguridad y el orden, hoy prácticamente 3/5 le dan más valor al orden que a la libertad y menos del 10% se encuentra en la posición contraria. En diciembre del 19, más de la mitad decía apoyar las manifestaciones, cifra que ha decrecido a menos de un cuarto. La gente que decía rechazarlas creció de 11 a 34% (CEP).
El mayor riesgo parece seguir estando en los torniquetes. Aquella noche de fuego y aquellos días de violencia fueron precedidos de una fiesta que consistía en burlarse de los torniquetes. Los secundarios brincaban sobre ellos para hacer ostentación de que las reglas estaban para saltárselas; para ufanarse de que con ellas y con la autoridad hacían lo que se les venía en gana. Esa fiesta, ese burlarse públicamente de las normas y de las formas que rigen la convivencia fue lo que marcó el ambiente propicio para desatar la violencia. Fue el momento en que los violentos entendieron que su desafío, ahora con fuego, sería socialmente legitimado por muchos, como de hecho lo fue y lo siguió siendo durante meses.
Ahora hay más aprecio por el orden; pero puede tener que ver más con el miedo a la delincuencia que con el aprecio a las reglas. Los torniquetes siguen saltándose, en el metro y en la locomoción colectiva; y, lo que es más preocupante, en las altas esferas del poder.
Estos días nos hemos enterado de hasta qué punto algunas autoridades se saltaron y otras se siguen saltando los torniquetes; cómo las formas son, en esas manos, una pura cáscara de apariencia tras la cual imperan las razones y los intereses que, de verdad, mueven las cosas.
Las formas son la delgada línea que sostiene la diferencia entre la civilización y la barbarie; entre la política y la violencia. Si en el poder se saltan los torniquetes es mejor dormir con un ojo abierto, porque la tierra no se ha asentado donde debiera. (El Mercurio)
Jorge Correa Sutil