El horror latinoamericano-Guillermo Pérez

El horror latinoamericano-Guillermo Pérez

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Hace pocos días, uno de los muchos colectivos dedicados a la búsqueda de desaparecidos en México descubrió un antiguo campo de exterminio y entrenamiento del Cartel de Jalisco Nueva Generación. La noticia causó un enorme impactó: entre los cientos de cuerpos calcinados y pertenencias halladas, surgieron indicios de prácticas sistemáticas de asesinato, cremación y entierro clandestino. Sorprende que, a pesar de que las autoridades habían inspeccionado el lugar hace pocos meses, no hubieran encontrado nada en aquel momento. Esto revela las profundas redes del narcotráfico en la política mexicana, que van desde las autoridades locales -con 34 candidatos asesinados en la última elección- hasta las más altas esferas del Estado.

El descubrimiento del campo de exterminio en México levanta inquietantes preguntas sobre el rol del crimen organizado no solo en ese país, sino que en América Latina en general. No es ninguna novedad que la mayoría de los Estados latinoamericanos llevan décadas asediados por distintas formas de criminalidad. A medida que la violencia política comenzó a disminuir en los años 80, la violencia criminal emergió con fuerza y, desde entonces, no ha dejado de crecer, convirtiendo a nuestro continente en el más violento del mundo. Incluso países que durante años fueron considerados excepciones en esta materia -como Chile o Costa Rica- hoy enfrentan severas crisis de seguridad (sólo en los círculos de La Moneda creen que estamos mejor).

Las dinámicas del crimen organizado han evolucionado significativamente con el tiempo. Si hasta hace algunos años los nombres emblemáticos eran Pablo Escobar con el Cartel de Medellín y el Chapo Guzmán con el Cartel de Sinaloa, hoy el panorama está integrado también por bandas menos arraigadas territorialmente, con fuertes tintes transnacionales. Estas organizaciones instalan sucursales en distintas partes del continente y operan de manera más flexible y descentralizada, pero no por ello menos predatoria y violenta, como lo demuestra el Tren de Aragua.

Mientras en la época de Escobar la guerra era entre su cartel y el Estado colombiano, la situación actual es muy distinta: los grupos criminales contemporáneos se aprovechan de la falta de coordinación efectiva entre los gobiernos de la región para expandir su presencia a través de los secuestros, la extorsión, el sicariato y el tráfico de migrantes. Aunque estas bandas explotan las debilidades estatales para asentarse en un territorio específico, una de las principales claves de su éxito reside en que la cooperación entre los países latinoamericanos es la excepción y no la regla, dependiendo muchas veces de los colores políticos de los gobiernos de turno. Además, amplias zonas fronterizas son tierra de nadie, permitiendo a estas organizaciones establecer sus propios puntos de control. En muchas de ellas, son los criminales quienes deciden quién puede cruzar, beneficiándose de la explotación de migrantes, cuya cifra no deja de aumentar debido a la pobreza y la fragilidad de los Estados de la región.

La expansión de este nuevo crimen organizado también ha transformado las lógicas del gobierno criminal. Es común escuchar que estos grupos “prestan servicios” a la población o se hacen cargo de algunas de sus necesidades básicas. Ollas comunes, atenciones médicas, provisión de medicamentos, construcción de canchas de fútbol, instalación de luminarias, etc. De algún modo, el crimen organizado llena los vacíos que deja el Estado en aquellas zonas donde la burocracia no llega. Al mismo tiempo, utiliza estas actividades para ganar apoyo popular o legitimidad social, un recurso crucial cuando la policía pisa los talones.

Aunque estas dinámicas siguen ocurriendo y son las más comunes, la criminalidad emergente que ha llegado a Chile -y que se expande por distintos países de América Latina- muestra una tendencia distinta. Por lo general, estas bandas no se insertan en la comunidad ni construyen redes de apoyo social, sino que llegan a un territorio, capturan el mercado criminal (desde el robo de celulares hasta la trata de personas), extraen todos los recursos posibles en el menor tiempo y luego se trasladan a otro lugar para repetir el ciclo. A diferencia de las bandas latinoamericanas tradicionales, no establecen vínculos con la población ni intentan generar una base de respaldo social.

Este fenómeno puede explicarse, en parte, por el hecho de que estas bandas son transnacionales en todo el sentido de la palabra: están compuestas principalmente por extranjeros que no tienen vínculos previos con el territorio que controlan y tampoco les interesa demasiado generarlos. Esta es una dinámica muy diferente de la organización criminal latinoamericana típica que, por lo general, opera en las mismas comunidades donde viven sus miembros. Esta nueva configuración del crimen organizado tendrá múltiples consecuencias en su funcionamiento, sus niveles de violencia, su relación con el Estado y con las poblaciones que dominan. De hecho, esta podría ser una de las razones detrás del aumento de la violencia en Chile de los últimos años.

El hallazgo del campo de exterminio y entrenamiento de México nos muestra que el crimen organizado no tiene límites y que América Latina enfrenta una severa crisis en este ámbito. La criminalidad está cambiando y, si los gobiernos de la región no actúan en conjunto para diagnosticar con precisión el problema y encontrar soluciones efectivas, la violencia solo seguirá escalando.

Las bandas se han transformado y adaptado a las nuevas condiciones. La gran pregunta es si la política será capaz de hacer lo mismo. El historial de colaboración entre los países de la región hasta ahora deja poco espacio para el optimismo. (El Líbero)

Guillermo Pérez