No es raro que la pérdida del control de la agenda por parte del gobierno esté coincidiendo con uno de los periodos de mayor confusión e incertidumbre del país en lo que va del año. Desde que la Comisión de Trabajo de la Cámara de Diputados aprobara la reducción de la jornada laboral y, días después, desde que un variado arco de diputados opositores presentara la acusación constitucional en contra de la ministra de Educación, se instaló en la discusión pública una sensación de fastidio e inoperancia que es exactamente proporcional al repliegue del gobierno. Como era previsible que ocurriera, en los últimos días las ritualidades prescritas para la tramitación del libelo acusatorio están concentrando tanto la energía del mundo parlamentario como la atención de los medios. Nadie diría, sin embargo, que la ciudadanía esté muy crispada o ansiosa por este concepto. La gente sabe que, cualquiera sea el desenlace, nada muy sustantivo está en juego en el movimiento de estas piezas. Si la acusación se aprueba y la ministra es destituida -como ocurrió antes en los casos de Yasna Provoste, en 2008, y Harald Beyer, en 2013-, desde luego que será un trago muy amargo tanto para ella como para el gobierno. Pero, producida la herida y asimilada la derrota, tal como ocurrió en esas dos oportunidades anteriores, es poco lo que cambiará después, al margen de que haya que empezar a reconstruir desde cero las confianzas políticas mínimas entre gobierno y oposición que este incidente destruyó.
Desde que las acusaciones constitucionales, que en principio están previstas para sancionar infracciones especialmente graves, en los últimos años se banalizaron, pasando a ser parte de la batería política cotidiana para peleas chicas, la política, que es el arte posibilista de forjar acuerdos, entró a la sala de cuidados intermedios. Los consensos se alejaron no solo porque las posiciones se han vuelto irreductibles, sino incluso porque la clase política simplemente dejó de conversar.
Desde luego este nuevo escenario plantea problemas de gobernabilidad. La Moneda lo sabe y podría dictar hasta un doctorado al respecto. Está siendo cada vez más difícil gobernar, porque el margen de acción del Ejecutivo se ha estado estrechando mucho en el Congreso y el horizonte no tiene visos de cambiar.
Lo irónico, lo paradójico y también lo indignante es que con este juego aburrido y estéril nadie gana. Obviamente que los recientes dictados de la mayoría parlamentaria han debilitado al gobierno. La Moneda -es cierto- también puso lo suyo en el tema laboral al dispararse en sus propios pies. Sin embargo, nada de lo ocurrido ha fortalecido a la oposición. Al revés, lo que se ha visto en su comportamiento reciente es, en lo básico, un pacto entre el oportunismo y la mala fe del cual difícilmente podría salir una alianza para darle estabilidad a Chile. No es con leyes improvisadas ni es con acusaciones constitucionales truchas que se trazan nuevos horizontes para el país.
No hay político en Chile que, en el fondo de su conciencia, no tenga eso claro. El problema es la coyuntura, es decir, los pros y los contras circunstanciales. El PS estimó que era el momento de propinarle otro golpe más al Ejecutivo, algo así como un nocaut definitivo. El FA decidió apoyar, puesto que leyó que era preferible ser acompañamiento ahora que protagonista nunca. La DC volvió a quedar entre dos fuegos. El gobierno confía juntar, entre los parlamentarios más moderados, los votos suficientes para salvarse del patíbulo ahora, en la Cámara de Diputados, puesto que de llegar al Senado la cosa será más difícil. La movida del PS podría ser exitosa. Y podría ser también un fracaso. Pero en uno y otro caso, esta operación política no contribuirá en nada a elevar al dividido bloque opositor a la condición de alternativa seria de gobierno.
Sabemos lo que la oposición no quiere. No acepta conversar con gente de los ministerios en las comisiones de trabajo legislativo. No se resigna a que Piñera gobierne. No quiere una jornada de trabajo de 45 horas semanales. Tampoco quiere, parece, a la ministra Marcela Cubillos.
El país está tomando nota. Pero le gustaría saber qué es lo que la oposición quiere para Chile.
Héctor Soto/La Tercera